E mi opinión, las letras mayúsculas con las que se narran los episodios nacionales o internacionales, los atuendos vistosos de las personalidades eminentes y los escenarios solemnes de los actos suntuosos ocultan, en ocasiones, la esencia íntima de los valores humanos más importantes. La talla de una persona y la categoría de un pueblo -igual que ocurre con el sabor de un plato bien condimentado- dependen, más que de los adornos, de esas cualidades morales y de esas virtudes espirituales cuyas raíces están ocultas en las entrañas íntimas de las conciencias.
Ésta es la razón por la que, aplicando los principios y los criterios humanos, podemos afirmar que son más importantes las personas que los personajes. Si observamos con atención las actitudes y los comportamientos de las personas normales con las que convivimos, podemos llegar a la conclusión de que, frecuentemente, poseen mayor calidad humana esos seres impropiamente llamados “anónimos” que los que están encaramados en tribunas, tronos, peanas, estrados o escenarios. Esos hombres y mujeres que, aunque no exhiban títulos académicos, civiles, militares o religiosos rimbombantes, nos acompañan, nos comprenden y nos ayudan a resolver los problemas de cada día, esos que, con una simple mirada o con un gesto complaciente, nos proporcionan hondas experiencias del bienestar. Estoy seguro -querida amiga- que te resultará fácil confeccionar una amplia relación de esas personas que, sin ser importantes, poseen una elevada importancia.