En ocasiones, la falta de correspondencia entre la regulación legal y la realidad que afecta a los ciudadanos se presenta de manera especialmente evidente. Resulta de sobra conocido como la evolución de la sociedad fuerza, a menudo con relativa tardanza, la modificación de las leyes que rigen sobre ella. La inercia de la legislación para permanecer sólo parece ser superada cuando se muestra manifiestamente incapaz de dar una respuesta adecuada a casos concretos y de profundo calado entre el ciudadano de a pie.
De este modo, hemos asistido a sucesivas reformas del Código Penal para incluir delitos ecológicos o del ámbito informático, de difícil o imposible represión con una legislación establecida hace décadas. O a las necesarias adaptaciones del Código Civil para hacer extensivos los efectos del matrimonio a las parejas de hecho. Incluso nuestra Constitución ha sido recientemente modificada para procurar poner freno al déficit público en una evidente respuesta a la preocupante evolución de la economía.
Por eso cuesta comprender la resistencia a modificar la legislación para regular de manera satisfactoria la protección del ciudadano frente a "contrarios" de desproporcionada capacidad de litigio, como las compañías telefónicas, de transporte o cualquier otra que, por su enorme potencial económico, reduzca hasta lo imposible las posibilidades de un perjudicado para encontrar respuesta adecuada en el sistema judicial.
Un ejemplo claro lo tenemos en la reciente quiebra de Spanair. De la noche a la mañana, y sin previo aviso, unas 23.000 personas se quedaron en tierra por una actuación indiscutiblemente censurable y por tanto merecedora de la correspondiente reclamación. A pesar de ello, ni siquiera el 1% ha acudido a los Tribunales para ejercer sus derechos.
¿El motivo? Baste examinar las opciones que la Ley establece para estos supuestos. Supongamos que una persona se desplaza en un vuelo nacional de Sevilla a Barcelona para asistir a una entrevista de trabajo, un acontecimiento deportivo, una boda o por cualquier otro motivo. Por no entrar en situaciones mas complejas (punto de escala para un vuelo a otro continente, cita dentro de un plazo cerrado para algún tramite importante, etc.). En todos estos supuestos, cuando el vuelo es cancelado, la legislación vigente no contempla mas que el reembolso del billete (de ese trayecto) y 250 euros de compensación. Parece complicado imaginar que semejante cifra satisfaga a persona alguna en esas circunstancias. La compensación máxima alcanza los 600 euros para vuelos fuera de la Unión Europea de más de 3.500 kilómetros.
Y este es el mejor de los escenarios posibles. En la quiebra de Spanair ni siquiera se está procediendo a esa ridícula compensación. La compañía ha entrado en concurso de acreedores y carece de fondos. Aena se niega a responder de una deuda que no considera suya. Y las agencias de viajes no comprenden como tienen que devolver un pago que en su mayor parte ha abonado a la compañía quebrada.
Exactamente esto lo están padeciendo miles de personas. Personas que ni se plantean acudir a los Tribunales porque el coste del proceso multiplica a menudo el del billete. Y porque los daños y perjuicios encuentran una más que pobre respuesta en nuestro sistema legal. Algo debe por tanto estar faltando en nuestro ordenamiento jurídico cuando la legislación no tiene los medios ni los instrumentos para resolver el problema. Es lo que podríamos llamar la "atomización" del daño. Existe un enorme perjuicio, valorado en millones de euros, pero al causante del problema le resulta "gratis" haberlo provocado porque su parte contraria está tan infinitamente dividida que se muestra del todo inoperante para hacerle frente de forma siquiera inquietante. A salvo de algunos afectados que hacen del problema una cuestión de orgullo, los demás acaban asumiendo la pérdida. Ni siquiera los pocos valientes que se atreven suelen encontrar el éxito. Y aquellos que lo alcanzan pueden presumir más de una victoria formal que de una auténtica reparación.
Estas situaciones están hoy reguladas por normas del siglo XIX, por increíble que pueda parecer. Entonces no existía la contratación en masa, ni las demandas colectivas. Es exactamente aquí donde falla el sistema. En la ausencia de una regulación válida, se pretende someter al mismo proceso la reclamación de un vecino contra otro que la de miles de personas contra una gran compañía: con miles de demandas; algo completamente inasumible para los ciudadanos afectados. Y es inasumible porque el consumidor pleiteará sólo cuando la expectativa de compensación sea claramente superior al coste del litigio, lo que no sucede hoy. Modificar el mecanismo resarcitorio tendría además muy beneficiosos efectos colaterales, como disciplinar el recto cumplimiento contractual, amén de otros mas indirectos pero no menos importantes, como evitar la degradación de la imagen de una nación que encuentra en el turismo uno de los principales motores de su economía.
La solución pasaría necesariamente por introducir en nuestra legislación:
a) la incorporación de mecanismos de acción conjunta en defensa del interés general de los afectados, de forma que se atribuya la representación de ese colectivo difuso a quien pleitee por la mayor cantidad de afectados. Se trata de una regulación cercana al class action que opera en USA.
b) la posibilidad de extender la eficacia de la sentencia a todos los afectados aunque no hayan sido parte del proceso.
c) elevación sustancial de los topes indemnizatorios
d) incorporación de la facultad judicial de imponer, además de los daños y perjuicios, una penality, esto es, que realmente se discipline al incumplidor, corrigiendo el desfase entre perjuicio y reparación, y generando además incentivos a los afectados para reclamar. Por no hablar del efecto disuasorio en el incumplimiento que ello provocaría en las grandes compañías.
e) creación de un fondo que dote de la protección necesaria a los consumidores ante situaciones de insolvencia del prestador del servicio.
Estas y otras consideraciones fueron debatidas y posteriormente puestas de manifiesto en la rueda de prensa celebrada en Madrid el pasado 6 de febrero, donde la Alianza de Abogados por el Cierre de Spanair, creada entre los despachos Cremades-Calvo Sotelo, Conde-Pumpido & Porres y Alvarez-Ossorio & Castro pretende provocar un punto de inflexión en nuestro ordenamiento legal.
No se trata solo de defender los intereses de los perjudicados en este caso concreto, sino de conseguir que el cambio en la Ley evite situaciones parecidas en el futuro o, al menos, contribuya a paliar sus efectos de manera adecuada.
A principios de enero la Unión Europea aprobó la directiva que abre el camino necesario para ello. Solo queda que nuestro parlamento tome conciencia de la necesidad de legislar, también en estos casos, para proteger a los ciudadanos.