El año 1714 un inteligente y mordaz médico holandés, Bernard de Mandeville, afincado en Gran Bretaña, publicó un libro que tuvo un enorme impacto y recibió todo tipo de críticas y rechazos. Generó un debate en el que intervinieron incluso David Hume y Adam Smith. Se titulaba La Fábula de las Abejas o como los vicios privados generan la prosperidad pública. Desarrollaba un opúsculo que había escrito anteriormente El panal rumoroso o la redención de los bribones, sutil fábula sobre una colmena que se parecía a una sociedad humana. En ella no faltaban los bribones, ya fueran médicos, abogados o todo tipo de personas. Tenían malos gobernantes; todos los días se cometían fraudes y la justicia -llamada a reprimir la corrupción- ella misma era corrupta.
Pero esta colmena en parte por ello era próspera. Sucedió que a las abejas les dio por la pureza y decidieron acabar con todos los excesos y corrupciones. Se les ocurrió la singular idea de no realizar cosa alguna que no fuese honrada y virtuosa. La consecuencia fue que aquella viciosa colmena pasó de la riqueza a la pobreza. Por tanto, diría, sólo los inconscientes se esfuerzan en hacer de un gran panal, un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben existir si queremos gozar de sus beneficios. Los vicios no generan la decadencia, ésta viene porque desaparece la prosperidad. En definitiva, hay que desconfiar de cuantos consideran la corrupción como la única causa de los males que afectan a una sociedad.
Mandeville era consciente de la provocación que suponía su libro. No escribió esta sátira porque pensara que la corrupción generara beneficios, sino para criticar las simplificaciones e hipocresía que proliferaban por doquier. En el fondo pensaba que quienes se rasgan las vestiduras, no son sino demagogos que poco se diferencian de las viciosas abejas. A su vez quería incidir en el hecho de que con frecuencia quienes se proclaman como incorruptibles son puros porque todavía no han gobernado; son vírgenes. Pronto dejan de serlo. Patético es comprobar lo sucedido con el ex ministro Màxim Huerta.
Vienen a cuento estas reflexiones cuando comprobamos cómo funcionan la mayoría de nuestros líderes políticos, dispuestos a conseguir el poder a cualquier precio. Se obvian las cuestiones reales y se sustituyen por eslogans sin mayor contenido. Se presenta la corrupción como casi el único o el mayor de los problemas, y nos dicen que una vez se acabe con la misma, nuestro país se convertirá en una especie de Arcadia Feliz. Es evidente que la corrupción es un mal que hay que erradicar. Pero se olvida que, en parte, esta “proliferación de corruptos” se debe a la judicialización de la vida pública y al hecho de que la esfera penal haya invadido la esfera administrativa. Numerosos casos de corrupción no lo serían, si se hubiera regulado de forma clara la contratación pública y se exigiera la existencia del dolo o la culpa y el enriquecimiento personal, a la hora de sancionar las conductas.
Nuestros grandes males son mucho más difíciles de solucionar que la corrupción que, tarde o temprano, más bien lo segundo, se acabará. Convendría dejar de magnificarla, y tratar de establecer rigurosos planes de Gobierno, y evitar las actuaciones y manifestaciones de cara a la galería.
A corto plazo el problema es la posible fractura de nuestro país debido a la deriva independentista de numerosos catalanes. Difícilmente tiene solución porque no parece que los nacionalistas tengan la voluntad de que permanezcamos unidos, a pesar de los cantos de sirena de los nuevos gobernantes socialistas. Ojalá éstos acierten con sus concesiones, y si no, que Dios nos coja confesados.
A medio plazo, el mayor problema es la dificultad de generar empleo, porque puede que las nuevas tecnologías destruyan más que el que crean o estimulen un crecimiento que tienda a suprimir los puestos de trabajo. En consecuencia, será muy difícil de mantener el Estado de Bienestar debido al envejecimiento de la población que obligará a posponer sensiblemente la edad de jubilación.
Pero el gran reto, que no sabemos cómo solucionar, es la explosión demográfica y sus consecuencias: el cambio climático y la emigración. Si la mayoría de las emisiones que generan este cambio son producidas por los dos mil millones de personas de los países ricos, difícilmente podremos controlarlo cuando se desarrollen los 7.000 millones de personas que hay en los países emergentes.
El sutil escritor hindú Suketu Mehta dice en su libro La vida secreta de las ciudades: “Hoy día hay ya 750 millones de personas que viven en un país en el que no han nacido. Estamos sólo al principio. A medida que las guerras, las desigualdades, el cambio climático y la sobrepoblación empujen a los desfavorecidos fuera de sus países, el fenómeno que definirá al siglo XXI será la inmigración masiva”.
Nuestra Espada de Damocles se encuentra en África. Europa es el Continente más afectado y sobre todo las naciones mediterráneas, como España, Grecia e Italia. No podrán hacer frente a la avalancha de los millones de personas que quieren alcanzarlos, debido a la proximidad y como consecuencia del sueño de una vida mejor, aunque en la mayoría de los casos difícilmente podrán conseguirla y muchos perecerán en el intento.
De nada sirven las políticas de gestos. El número de inmigrantes supera cualquier posibilidad de integración. Traumáticos son los problemas en que el corazón nos dice lo contrario de la cabeza. El efecto llamada es el corolario del efecto acogida. Al final quienes propugnan una política de puertas abiertas, pronto cambiaran de opinión. La emigración es positiva cuando se puede integrar, dar empleo y una vida digna a cuantos vengan. Y se convierte en una opción negativa cuando sucede lo contrario.
África hoy día tiene casi 1.300 millones de personas y crece a una tasa de natalidad superior al 3% de media. Numerosas de sus naciones que tan sólo hace veinte años habían despegado como Kenia, se encuentran peor que entonces. Egipto, la eterna joya del mundo árabe-musulmán es hoy un Estado fallido; tenía hace 60 años unos 30 millones de personas y hoy tiene 97. Nigeria que no era ninguna joya, pero podría haberlo sido, tenía unos 50 millones y está a punto de alcanzar los 200 millones. El continente africano en 1950 no sobrepasaba los 230 millones y hoy tiene 1.300 millones. Según dijo Guillermo de la Dehesa en un artículo que publicó no hace mucho tiempo, África duplicará esta población en los próximos 25 años y alcanzará, si sigue el actual ritmo de crecimiento, los 4.300 millones de habitantes a final de siglo. Más de un tercio de los españoles serán extranjeros, en su mayoría africanos. Cuesta creer que podamos integrar este número de personas. Se podría añadir que en la actualidad hay varios cientos de millones de jóvenes sin empleo. Y este número crecerá sensiblemente en los próximos años.
Cuando oímos a nuestros líderes, incluso los recién llegados, que la solución tiene que ser europea, suena bien, pero puede que no sepan cual es, ni siquiera quienes así se expresan. Lógicamente muchos afirman que la solución es crear riqueza en África, pero ello requiere, controlar la natalidad, tener gobiernos honestos y preparados, y millones de empresas eficaces además de saber qué empleos se pueden generar que sean competitivos, sin olvidar que todo ello para que produzca resultados positivos requiere como mínimo varias décadas. No tenemos tanto tiempo y nada conduce a pensar que vamos por ese camino.
Si no existe una planificación global de control demográfico y una especie de Plan Marshall entre África y Europa que empiece a funcionar desde ya, el futuro no es precisamente halagüeño para ninguno de los dos Continentes. Nunca en su historia Europa se encontró ante un reto tan traumático, difícil de resolver y de tales dimensiones.