Las ciudades más dinámicas del mundo han construido su propio bienestar trabajándolo desde dentro, por sí mismas. El lema que de ello se deduce es que lo que puedas lograr por ti mismo, hazlo tú mismo. Si no lo puedes hacer tú solo, intenta conseguirlo organizándote con tus conciudadanos y con otras autoridades. Solo en última instancia o cuando el poder está repartido entre diferentes instancias políticas, acude también al Estado. Así, construyendo poco a poco un consenso social, esas ciudades han ido poco a poco ganando campos de actuación: fundamentalmente cada una de ellas ha desarrollado lo que se conoce como un proyecto de ciudad, y con él se han transformado de manera prodigiosa. Las ciudades que, por el contario, intentan imitar esos procesos o conseguir esas transformaciones sin hacer nada por su propia cuenta, están empezando la casa por el tejado. Está bien que se reclamen decisiones que competen al Estado, pero no puede abandonarse lo que en exclusiva depende de las instancias locales.
Estaríamos ante un caso de dejación de responsabilidades. No hacer nada por nosotros mismos nos sitúa en el papel de víctimas, nos ponemos en la posición de unos incapaces que para sobrevivir necesitan la exclusiva protección del Estado. De modo que estamos ante el dilema de esperar a que nos den de comer o de aprender a pescar por nosotros mismos. La actitud necesaria es asumir la responsabilidad que los ciudadanos tenemos para lograr nuestro bienestar como colectividad.
Son, pues, los ciudadanos quienes deben ser conscientes de que si en la ciudad no se desarrolla una capacidad de respuesta autóctona a los retos que plantea la crisis, será difícil articular una estrategia de superación. Podremos, además, reclamar al Estado que en el ejercicio de sus competencias se esfuerce en ejecutar un plan que potencie a la ciudad, pero eso no será suficiente si no se actúa desde las instancias locales de un modo racional y sistematizado ante la crisis, trazando un camino que solo ella puede hacer específico, haciendo a la ciudad más competitiva hacia el exterior e intentando insertarla en espacios económicos más amplios y, al mismo tiempo, ofrecer a su población una mejora de bienestar para que el asentamiento y la convivencia puedan ser más viables.
Ponerse de acuerdo, previo un proceso participativo, concretando los objetivos y las actuaciones para lograrlos, es lo que se plasma en un Plan estratégico. Su metodología y la forma de ponerlo en práctica son muy conocidas, y ello se explica pormenorizadamente en el artículo El desarrollo endógeno: una estrategia imprescindible para superar la crisis.
De manera que los retos endógenos, que no son competencia del Estado, como construir una nueva base económica, modernizar la infraestructura urbana, reformar su gobernabilidad o darle un sentido más profundo a su integración social, deben convertirse en objetivos estructurales, propios de la ciudad.
No es una tarea fácil, sino muy compleja y comprometida. Lo necesario para adoptar ese camino es la determinación que los ciudadanos tengan para hacer frente a los retos. Es incomprensible que ante retos amenazadores y rotundos, la sociedad permanezca paralizada. Aún más, que sus líderes no adopten decisiones para enfrentarse a esos retos. Esperar a que otros nos saquen de la terrible situación, no es la mejor de las opciones. Dejar que el ciclo de amenazas transcurra sin hacer nada, es la peor de las soluciones posibles. Debe producirse, por tanto, una reacción ciudadana.
Pero si no se concibe una razón colectiva para ello, si se abordan las actuaciones sin planes locales concertados, las muy necesarias transformaciones se convertirán en objetivos inalcanzables.