Calabuch es un pequeño pueblo de la costa mediterránea española al que va a parar el profesor George Hamilton, un científico extraordinario que decide "desaparecer" y apartarse de sus investigaciones espaciales y militares.
Allí es desconocido por todos. Sus conocimientos de física, matemáticas e ingeniería son considerados fundamentales por los países más poderosos del mundo.
El profesor simula ser un hombre atolondrado y perdido, un analfabeto con dificultades para leer, escribir y hacer operaciones matemáticas sencillas. Los niños se ríen de su nuevo compañero de pupitre. Nadie entiende esas ecuaciones extrañas, esas fórmulas disparatadas y los números mezclados con letras y signos raros que dibuja en su cuaderno.
Este guión me hace reflexionar sobre algo que está pasando ahora en la enseñanza.
En los últimos años llegan al instituto ingenieros, arquitectos, físicos, farmacéuticos, médicos, licenciados en telecomunicaciones, investigadores en distintas ramas relacionadas con las ciencias y las letras; muchos de ellos con el doctorado, hablando varios idiomas, habiendo trabajado en empresas internacionales de prestigio.
Estos compañeros no encuentran estabilidad laboral o no consiguen empleo relacionado directamente con su formación. Hacen su máster de educación y se convierten en docentes, en profes, en compañeros de fatiga de las guardias, las tutorías atenciones a padres, las programaciones, los partes de disciplina; en fin, como todos los que estamos bregando en la enseñanza.
El Estado ha invertido en ellos lo más grande, ellos han pasado muchos años de su vida pensando en hacer aviones, puentes, edificios; imaginaron laboratorios para investigar, para poner en marcha proyectos de todo tipo.
La realidad añade dolor y es muy testaruda. Pensamos en llegar a la luna, descubrir el universo, hacer robots inteligentes pero hay que ganarse la vida y aparcar. La realidad es otra.
Enseñar matemáticas a alumnos de primero de la ESO, corregir ortografía, llevar el aula lo mejor que se pueda aguantando a alumnos disruptivos, problemáticos y con desfases curriculares importantes, explicar qué es una escuadra y un cartabón, la función clorofílica, los verbos, el pasar de centímetros a metros, plantear problemas de genética o resolver una ecuación de primer grado.
Pero el destino de estos profes no era ese, tal vez ni se les pasó por la imaginación.
Con suerte los llamarán de otros países y perderemos a esas generaciones con una formación impecable.
Deberíamos de llamar a las cosas por su nombre, reconocer el fracaso de una sociedad que gasta cientos de recursos pero es incapaz de canalizarlos y apostar por ellos para el futuro.
Siempre nos queda la suerte de los que sí hemos estudiado para ser docentes, escucharlos por los pasillos, en la reuniones de tutoría, tomando un café o en la sala de profesores mientras nos cuentan cómo se hace un avión o qué es un agujero negro. Cuando lo hacen veo una tristeza extraña en sus ojos y noto un gesto de resignación cada vez que, en un folio, dibujan un ejemplo para que entendamos qué es la física cuántica.