Estamos inmersos en una peligrosa estrategia electoral de polarización, con el claro objetivo de “derogar el sanchismo”. Como se explica en un interesante artículo en El País de la pasada semana, escrito por Andrea Rizzi, se trata de un peligroso tipo de polarización, la afectiva, que está planteando el dilema de “elegir entre Sánchez o España”. A ello se están dedicando con especial ahínco y eficacia, a la luz de los distintos sondeos electorales, la derecha y la extrema derecha españolas, y los poderosos medios que les apoyan. Como esta estrategia parece que les da resultado, lo de menos es hablar de los problemas de la ciudadanía.
Pedro Sánchez explicaba, con bastante acierto, en una entrevista en Onda Cero, que el problema en estas elecciones no es la alianza de la derecha española con la extrema derecha, sino que este partido, con su líder Feijóo a la cabeza, haya hecho suyos los postulados de los radicales de la extrema derecha, es decir, de Abascal. Por tanto, ya no se habla de aplicar un cordón sanitario a la extrema derecha, como se ha hecho en Europa. Lo que la derecha quiere es llegar al poder como sea, aunque tenga que normalizar las políticas racistas, xenófobas, antifeministas, antieuropeas, negacionistas del cambio climático, o contrarias a la propia existencia de las Comunidades Autónomas en nuestro país.
Días atrás, un periodista, en un intento de restarle gravedad a los pactos que se están produciendo, argumentaba en una tertulia radiofónica que, afortunadamente, no se trataba de una postura “sistémica” de la derecha española, sino puntual en algunos territorios, movidos por las circunstancias. Esto no es así. La negación de la violencia de género, por ejemplo, o del cambio climático; o jugar con la seguridad sanitaria, como se ha hecho en el caso de la tuberculosis bovina en la Comunidad de Castilla y León, significa aceptar estos postulados de forma sistémica.
La ciencia política habla de polarización como el fenómeno que divide a la opinión pública en dos extremos opuestos, a consecuencia de lo cual la moderación pierde poder e influencia. En nuestro país, según se explica en el artículo al que hemos hecho alusión al principio, la polarización existente tiene unas características mucho más inquietantes que las de otras democracias, pues a consecuencia de nuestra situación de fondo, es de un tipo específico mucho más problemático, a saber, la polarización afectiva, que trasciende el conflicto ideológico y se mete de lleno en el terreno de las emociones, con un rechazo visceral al otro, creando así una lacra nociva para la eficacia de la democracia. La dictadura franquista y su feroz represión, no reconocida ni rechazada por amplios sectores de la derecha, y el problema territorial, aún no resuelto, realzan estos sentimientos.
El investigador Luis Miller, del CSIC, explicaba en 2020 en una entrevista en RNE que el ambiente de polarización que se respiraba en el Congreso de los Diputados no era casual, sino algo perfectamente planificado, pues los partidos habían encontrado que apelar a las emociones era mucho más efectivo que apelar a las razones. Lo primero es muy rápido, pues afecta a los sentimientos de las personas. Lo segundo más difícil, pues necesita mayor aprendizaje. Y aunque la fórmula de la polarización afectiva es antigua, las redes sociales han hecho que sea más efectiva. Frente a ello, nos decía, solo cabía establecer algún tipo de decálogo de comportamiento en el Congreso de los Diputados y apelar a los medios de comunicación para “desenmascarar los argumentos polarizadores”.
No encuentro respuestas, ni estudios que den solución a este problema. Solo se me ocurre recurrir a ejemplos de personas sencillas, hombres y mujeres con profundas convicciones democráticas, para aprender algo de las misma. Es el caso de una mujer de mi pueblo, muy querida por la mayoría de sus habitantes.
Se trata de una persona mayor. Ya tiene más de 90 años. Pese a las dificultades, sigue cuidando a su encantadora hija, con el cariño y el mimo de toda la vida, para hacer su discapacidad algo más soportable. Es mi comadre, porque me “sacó de pila” nada más nacer. Se declara socialista y demócrata por convicción. Un día me dijo que cuando se afilió al partido socialista, pidió que la mantuvieran así hasta que muriera. En estos días la he acompañado a realizar unas gestiones, a consecuencia de la controversia que ha mantenido con unos vecinos por un asunto menor, pero muy importante para ella. El vecino en cuestión la insultó y, casi, la agredió, cuando ella intentó explicarle que no estaba actuando correctamente. No se ha amilanado. Ha recurrido a los organismos pertinentes, y yo la he acompañado, reclamando lo que en justicia cree que le pertenece. Me decía que no podíamos quedarnos parados ante las injusticias.
No sé si este es el camino. Creo que sí. La fuerza que me ha transmitido esta vieja militante socialista, defensora de los derechos de las mujeres y de toda la ciudadanía; pacífica, pero firme en sus convicciones, me ha emocionado. Es mi comadre, sí. Pero también mi compañera de lucha. Me ha mostrado el camino para seguir construyendo la mejor España.