Ahora que la imaginación me devuelve a su regazo, escribiré estas líneas felices, tan solo sea como testimonio de un tiempo que fuese, quien sabe, para nunca volver.
Quizá no lo sepáis, pero una de mis hazañas mejor conseguidas, es la de ser un caminante del Monte Hacho. Todo habrá valido la pena en ese día si logro circundar el Faro de Ceuta, y conectar así con los tonos naranja del ocaso, allende las tierras.
El camino comienza con una dura prueba: remontar el desnivel del Recinto. En este punto, las pisadas requieren toda mi atención, el aliento se redobla y el camino se convierte en una experiencia plenamente corporal. Al fin, el esfuerzo es premiado con el festín de imágenes que ofrece el balcón del Sarchal, y el camino se torna en una experiencia visual.
A partir de ahí, nos adentramos en el terreno de la naturaleza, y la tranquilidad de los repechos, y la armonía de los sonidos, invitan a la reflexión; el paisaje se transforma en el escenario de mis pensamientos, que, uno a uno, piden turno para existir. El camino es una experiencia mental, donde tienen lugar los símbolos que son las palabras y los silencios escogidos. En estas cosas andaba yo cuando, de modo inesperado, me crucé con un padre que charlaba amigablemente con su chaval de unos siete años. Y no solo eso, sino que el chico acompañaba su voz con las manos y gesticulaba con gran habilidad: parecían en comunión con el entorno.
Y es que, por mucho que avance la modernidad y la revolución tecnológica, siempre necesitaremos sentir nuestro origen, ese cordón umbilical, ese espacio compartido que es la naturaleza; necesario para nuestro equilibrio y nuestra salud mental. Quizá el padre no lo sepa, pero el camino fue la primera escuela de filosofía. De allí bebieron los primeros pensadores para edificar sus teorías, y conformar una incipiente visión del mundo.
Solo disponían de la observación de los sentidos, aunque empezaron a cultivar otro sentido más, el sentido de la imaginación. Y mucho de su conocimiento se encuentra detrás de leyendas, mitos, oráculos, y cualquier otra invención. Con la eclosión del conocimiento, los caminos se erigieron en las arterias de la razón, de tal forma, que la estirpe de los pensamientos atravesó el tiempo y llegó hasta los días de hoy. Nuestra lógica y nuestros esquemas discursivos son heredados, por eso, no es buena idea desoír las raíces y caer en el olvido. Por eso, el padre hace bien en presentar a su hijo.
Cuando los caminantes del Monte Hacho nos cruzamos, mantenemos la mirada por unos instantes y, aunque no medie el saludo, ambos sabemos el motivo de nuestra ilusión.
Al fin del trayecto solo queda una voz: ¿Quién dio nombre al destino? En la luz de las estrellas hay escrita una canción.