Siempre que he preguntado a mi madre sobre cómo vivió mi abuelo en la Guerra Civil y nunca quiso decir nada.
Mi familia firmó un pacto de silencio sobre el tema.
La película ‘La trinchera infinita’ cuenta la historia inspirada en hechos reales. España, julio del año 1936. Higinio Blanco es un hombre que por miedo a represalias se encierra en su casa, sin sospechar que no volverá a salir hasta 1969, 33 años más tarde.
Sospecho que mi abuelo decidió desaparecer para no ser represaliado con lo que se le venía encima.
A lo largo de la historia, las personas se han escondido por múltiples motivos: miedo, amenazas, persecuciones por cualquier circunstancia.
Siempre tendemos a hacernos invisibles, a pasar desapercibidos, a mezclarnos en una masa anónima para no sucumbir, para no ser perseguidos por nuestras ideas, nuestras formas de amar, sentir, pensar, vivir o morir. Decidimos tapiarnos la boca, cosernos los labios y no hablar, no decir, no opinar.
Todos hemos vivido una censura con tanta fuerza que ha terminado en una autocensura cuando pensábamos que habíamos conseguido la libertad dentro de los Derechos Humanos conquistados.
Pero bajo ese mundo utópico nos acecha una realidad cotidiana que se enfrenta día a día con lo que realmente somos y pensamos.
Nos convertimos en topos, construimos túneles, habitamos refugios perdidos en la inmensidad de la nada.
Seguimos formando parte de una sociedad que impone sus normas desde el relato del respeto y la tolerancia. No es así, hemos comprado un humo que nos oculta porque seguimos teniendo un terror indescriptible en lo que Freud llamó el inconsciente.
No veo a los profesores en los claustros manifestando sus ideas, no escucho a los alumnos comentar su identidad sexual, no oigo a los políticos un discurso sincero y comprometido con sus ideas. Todo es un pasar desapercibido, un no señalarse, un no comprometerse; en todo ello seríamos descubiertos y ahorcados en la plaza pública. Los hilos que manejan el mundo difundirán nuestra caza y captura bajo una recompensa
Los pioneros, los valientes, los comprometidos, los luchadores, los que asumen el riesgo de pagar con su vida se convierten en antorchas en la oscuridad de la noche.
Las sufragistas, las feministas, las madres de mayo, los movimientos LGTBI, los abolicionistas reivindicando la igualdad entre negros y blancos, los que se enfrentan a las religiones impuestas, las mujeres que se quitan el burka, los que se amotinaron en campos de concentración preparando un plan de fuga, las mujeres en pie de guerra contra un machismo que invade el aire que respiramos, los que hacen una huelga de hambre como protesta pacífica, los nadies que deciden ser y los que alzan la bandera señalándose para que otros no sean señalados por las mismas causas.
Yo, que ya ando por el camino de las despedidas, confieso que he perdido mi vida disimulando ser quien no era. Me encerré en mi propia cárcel y decidí tirar la llave, enterrarla en la sima más profunda.
Borré todas mis huellas, escapé de mis emociones, callé mis proyectos, rechacé cualquier posibilidad de ser feliz. No sabía que me enfrentaba a mí mismo siendo mi mayor amenaza. Guardé mis labios esperando unos besos que no llegaron nunca.
Y así, convertido en una marioneta y torturado por mi niño interior, me senté a su lado y lloramos los dos por todas las desventuras y las mentiras que usamos como escudos. Decidí ser parte del armario en el que me oculté.
58 años es demasiado tiempo. El darme cuenta de esta desolación implica que tenga la obligación moral de prevenir a los otros el precio de mi soledad para que no caigan en la trampa y se atrevan a bailar aunque sea en un campo plagado de minas.
Ahora invento historias pensando que vuelvo a empezar de nuevo, aunque como dijo García Márquez: “Las estirpes condenadas a 100 años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.