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A horcajadas en una cornisa

por Ana Isabel Espinosa
11/06/22 - 4:30 CEST
Imagen cedida

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Para suicidarte hay que ser precavido. No valen excusas, ni sobresaltos, porque si no te atrapan los locales y dan contigo en los vericuetos mentales. La salud mental está mal vista, también que seas asocial o que no te guste la jarana. Los muertos a la tumba, los vivos al bollo, si te centras en tu pareja o la quieres con locura, es eso quiebre mental porque te sales del mantra común de las reglas impuestas. La libertad para hacer con tu vida lo que te da la gana, no existe. No porque- aunque pasemos de todo lo que parecen reglas exactas para todos los demás- seguimos siendo rara avis que en vez de buscarnos acomodo en un nido, nos gusta nadar en un charco.

Nos ven raros y nosotros les vemos memos. Lo mismo por eso nos subimos a cornisas elevadas que es donde se ve bien el cielo. Hace muchísimo tiempo escribí sobre un maltratador que se había suicidado después de matar a su mujer y a sus hijos. Le llamé cobarde y me reafirmo. Pero un lector me respondió furioso que no lo eran, porque su hermana se había suicidado harta de todo. No veo cobardes a los suicidas, sino a los maltratadores.




La mujer que se ha elevado sobre sus problemas para sentarse en una cornisa en esa maravillosa Sanlúcar que a mí me parece cielo, merece todo mi respeto. También los policías que hacían su trabajo. Lo mismo mi amiga Manuela ve en este gesto una clara llamada de auxilio. No lo sé, entre mis poquísimas artes no está la de la Psicología. Lo que sí les digo es que yo no lo haría, no por el suicidio en sí sino por las alturas. Nada que ver con lo pactado en Holanda del suicidio asistido con dosis reguladas y sin ningún dolor. Camita limpia y decisión certera sin sobresaltos. Aquí, en cambio, vamos a rastras en ese tema, sobre todo por nuestra moral cristiana de que la vida es un regalo de Dios.





Lo trágico de los suicidios no es la muerte de la víctima, sino el dolor que acarreaba que le queda en herencia a los que la quisieron. Ese era el dolor que hacía vibrar a mi lector por la ausencia de su hermana. El dolor, la rabia del duelo, pero también la culpa de no haberlo evitado, el insomnio subsiguiente, la desesperanza y otros tantos demonios del alma que nos corroen como hueso viejo hasta llevarnos a una cornisa, sentarnos en ella sintiéndonos por primera vez en nuestra existencia dueños de algo solamente nuestro. Porque díganme en confianza si a algunos de ustedes les preguntaron si querían nacer o eligieron a su familia, o a su aspecto físico. Siempre me ha parecido que este juego de rol está trucado para que ganen siempre los que quiere la Cúpula como pasa en Supervivientes. Y si hay Sorpasso, gana la Banca y encima los desgraciados visionarios de los pixeles nos creemos importantes. Me veo en esta existencia saturada, confundida, observante y recelosa. Pero aún tengo ganas de luchar, aunque es difícil. Lo confieso. Vivir con pesares, con enfermedades, con lastras y dificultades es muy complicado y no todos somos héroes de Marvel.

Hay gente que se le hace bola en el alma y se atragantan de vida, lo suficiente para confesárselo a su médico de AP y rebozarse en pastillas. La salud mental no es para hacer un artículo, sino para mirar a los ojos y dar esa paz mental que tenemos cuando nacemos y que nos arrebatan como nos meten en la cosechadora de destinos. Porque no se engañen, todos somos ganado que recolectar. Engranajes imperfectos de una maquinaria que se creó cuando la genética se impuso y los dinosaurios se extinguieron. El cavilar es lo que tiene. El sentir es lo que tiene. El crear es lo que tiene. Alas para volar que se transforman en paja en plena panorámica. Cornisas elevadas de una azotea que nos parece pista de aeropuerto sin zona de aterrizaje. Sin maletas, ni facturaciones. Solo vistas privilegiadas de una ciudad que alienta de mar con el azul del horizonte.

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