La Escolano ha ganado un premio de los buenos, de los que quieren todos, pero sólo consiguen los elegidos por la fortuna intelectual. Los premios para los que no los consiguen son pecata minuta, pero ya les digo yo que -aunque solo fuera por la paga que conllevan- merecen muuuucho la pena. No digamos ya por el prestigio o el espaldarazo que regalan a una vida entregada a algo tan fútil, pero tan importante, como es llevar entrelazadas las palabras con los sentimientos, o las ideas con cadenas de monosílabos.
No sé si la envidia o la ignorancia han hecho que a Mercedes no se la valore con todo el esplendor que merece porque, además de ser una profesora entregada a su trabajo en secundaria y bachillerato, es una grandísima poeta. Lo ha demostrado a pico y pala, poemario tras poemario en un mundo cultural pequeño y provinciano donde nadie es santo de devoción en su propia parroquia. Aun siendo así y sabiéndolo, ella reivindica su gaditanía. Ama a Cádiz, tanto y de tal forma, que prefiere unos macarrones con atún cerca de las aguas de la playa Victoria que los mariscos más refinados en cualquier otra parte del mundo.
Esta niña de las Carmelitas del ayer se nos ha hecho grande, quizás demasiado para algunos que la habían aposentado en la ausencia forzosa que se nos impone a los que cumplimos años por obligación temporaria. Es ese edadismo ridículo que a las mujeres nos encapsula en el ideario desmemoriado, en el absurdo de creer que ya no servimos para nada cuando aún seguimos siendo lo que fuimos y estando a plena potencia como ha demostrado Mercedes ganando el Premio de poesía Ciudad de Salamanca.
"El tiempo no se acaba mientras las amigas puedan hablar y contarse sus vidas"
Es para indignarse en grado máximo, no llegar a ser nunca profeta en tu tierra, es además increíblemente estúpido que pensaran que estaba acabada o era producto del pasado literario (como he leído por ahí) porque nunca estuvo más viva que caminando a velocidad terminal- pie tras pie sin mirar atrás- por esas sendas que solo los poetas transitan, mientras que a los demás se nos diluyen como arena entre los dedos.
Mercedes Escolano es una grande muy viva, muy productiva y muy cosechadora. Enorme en sus poquísimos kilos, en sus vivísimos ojos de gata contenta, en su verbo rápido, incluso en sus rabietas. Siempre lo he sabido porque son sus poemarios regalados los que me acompañan en los momentos lúcidos de mi vida, sus anécdotas y su risa contagiosa la que me da resuello para seguir en los días oscuros, donde no hay nada más hilarante que la Escolano narrando vida propia tras una cerveza bien fría. El tiempo no se acaba mientras las amigas puedan hablar y contarse sus vidas, mientras la arena de la Victoria siga siendo besada por ese mar fenicio que sólo nombramos cuando atrae a los turistas, pero que sigue ahí parado y preciso, tan omnipresente como cuando mi abuela llegó a Cádiz en una carrera con su comadre Juana Sevilla o mi madre aspiró el primer aliento viejo y preñado de algas, al hacer lo mismo décadas después.
A mi madre nunca le gustó ese olor de entrañas marinas, tan antiguo y profano que estremece al tiempo presente, avergonzándolo. A mí - en cambio-que no sé muy bien quién soy, ni qué soy, ni adónde pertenezco, me ubica en casa esté donde esté, con la misma precisión que un antiguo reloj suizo. Supongo que a la Escolano también, porque nunca la he visto más feliz que caminando por esas arenas levantiscas que lame el mar más viejo, como una gaviota peregrina justo antes de emprender el vuelo.
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