Acabo de ver un reportaje en un canal de televisión, en el cual se mostraba a centenares de personas que, en visitas puramente turísticas, se desplazaban a la abandonada Chernóbil, en Ucrania. El 26 de abril de 1986, se produjo un trágico accidente en el reactor de la central nuclear próxima a la ciudad. Ciertamente han transcurrido ya más de treinta años, pero sin duda aún queda radioactividad en la zona. Esta moda de extravagantes visitas se ha convertido en un reclamo turístico que cuenta−a mi entender− con muchos irresponsables clientes. Parece una contradicción, teniendo en cuenta que el ser humano orienta su recorrido vivencial a los horizontes −como dice la canción−de la salud, el dinero o la obtención de recursos y el amor o la felicidad. Paralelamente lo rigen también los sentimientos religiosos, los políticos y las modas.
Como consecuencia de estas potenciales ocasiones de medrar no han dejado de aparecer, desde el inicio de los tiempos: hechiceros, gurús, profetas de lo divino y de lo humano, adivinadores, quiromantes, sanadores, curanderos −disfrazados algunos de manto científico−, lideres utópicos y demagógicos visionarios de todo tipo. La relación sería interminable, pero la realidad es que nunca les han faltado a esta caterva de farsantes, los seguidores borreguiles, los fanáticos y los ingenuos o ilusionados clientes.
Coincido con Publio Terencio Africano que, allá por el 165 a. C. en su comedia Heautontimorumenos, dejó caer la sentencia: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” (“Hombre soy, nada humano me es ajeno”), pero no dejo de sorprenderme ante las conductas y comportamientos de muchos de nuestros congéneres.
En mi adolescencia, durante la época de bachillerato, a través de la asignatura de Literatura, tuve conocimiento de un escrito del benedictino Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) titulado Vara Divinatoria y Zahoríes. Estaba incluido dentro de su obra Teatro Crítico Universal, en el tomo tercero, discurso quinto. Estoy convencido que el título me atrajo, tal vez por lo sugestivo que era acercarse a la magia de la adivinación, pero también por la belleza y el atractivo de la palabra zahorí. Ahora, al cabo de muchos años y con la experiencia acumulada, he vuelto a releer al benedictino y estoy de acuerdo con él en muchas cosas, por ejemplo cuando escribe :”... no hay pueblo alguno en el Mundo, en quien el número de hombres veraces y de juicio sano no sea cortísimo. La multitud se compone por la mayor parte de los que son, o mentirosos o muy crédulos. Con que siendo grande el partido que da aire a las fábulas, y corto el que las resiste, no debe extrañar que en cualquiera Provincia tome vuelo la más enorme patraña”.
El monje gallego publicó desde 1726 a 1740, en nueve tomos, un conjunto de 118 ensayos que pretendían poner de manifiesto y corregir una serie de creencias, errores y supersticiones que el vulgo consideraba como ciertas. Por esta razón, como subtítulo del Teatro Crítico Universal, incluyó: Discursos varios de todo género de materias para desengaño de errores comunes. Si el docto Feijoo viviese en la actualidad, sin duda, tendría motivos para ampliar los ensayos en su obra literaria.
Aunque volveré sobre las argumentaciones del monje acerca de la vara divinatoria y los zahories, quiero iniciar el artículo− sin ánimo de ser exhaustivo− sobre algunas de las posibles supercherías, relacionadas con este tema, en tiempos actuales y recientes.
El doctor norteamericano Albert Abrams (1863-1924) estaba convencido que existe un campo electromagnético terrestre que comparten todas las formas de vida y que cada una de ellas posee un campo electromagnético propio, como si fuese su ADN. En el caso de los seres humanos consideraba que son la integración de las energías procedentes de varios niveles: el físico, el emocional, el mental y el espiritual. Cuando se produce una distorsión de frecuencias en estas energías o vibraciones aparece la enfermedad, que normalmente se manifiesta en el nivel físico.
Consideraba que los sucesos celulares y la propia vida se fundamentan tradicionalmente en reacciones bioquímicas, pero muchas veces la bioquímica no puede explicar ciertos sucesos. Por esa razón habría que dirigirse a la física de las ondas electromagnéticas. Con estos presupuestos nació la radiónica, en 1900, una técnica terapéutica que actuaría sobre los niveles energéticos de los seres vivos restableciendo el equilibrio.
El propio Abrams inventó un aparato, fruto de las investigaciones de su proyecto ERA (Reacción Electrónica de Abrams), con el que, mediante escala graduada, decía era posible medir las reacciones e intensidad de las enfermedades de sus pacientes. A través de la mente de un operador y auxiliado con instrumentos radiónicos, se podría diagnosticar y curar a un enfermo mediante una vibración multidimensional célula-mente, aplicando las frecuencias apropiadas para contrarrestar la discordancia que causó la enfermedad. Una de sus seguidoras, la doctora Drown, llegó a la conclusión, según sus investigaciones, que no solo podía hacerse un diagnóstico de la enfermedad a distancia sino que, simplemente a través de una muestra de sangre del paciente, podía curarse.
Ciertamente el doctor Abrams se hizo millonario con el alquiler de sus máquinas radiónicas. En la actualidad hay avispados comerciales que hacen propaganda y aplican la radiónica a los inagotables clientes. Las conclusiones científicas parecen afirmar que la técnica no produce efectos terapéuticos y que los conceptos que se aplican no son concordantes con los conocimientos sobre la energía existentes.
Relacionado con la radiónica se encuentra el término radiestesia. Fue introducido en 1890 por el abad francés Alexis Bouly y significa una sensibilidad especial para detectar ciertas radiaciones. Entendía que todos los elementos del sistema terrestre emiten unas radiaciones características y precisamente la radiestesia es el arte de identificarlas, clasificarlas, diferenciarlas y cuantificarlas. Algunos de sus defensores mantienen que es una cualidad del ser humano, pero que puede auxiliarse de instrumentos que actúan como amplificadores. Otros mantienen que es la acción de las energías sobre los instrumentos, la que detecta las vibraciones energéticas. Como instrumentos auxiliares, se utilizan varillas y horquillas metálicas o vegetales y con mayor generalidad, el péndulo.
En la defensa de la utilización de la radiestesia se recurre a referencias históricas, como la construcción de las pirámides, la China de hace más de 2000 años a.C., el hallazgo de Moisés con su báculo, manando agua de la roca, la utilización en las Guerras Mundiales para detección de minas y submarinos e incluso en la confrontación en Vietnam.
Los defensores de la radiestesia no paran en mientes relatando la amplitud de utilización: Detección de agua y recursos naturales, diagnóstico y terapia de enfermedades, ubicación correcta de edificaciones, descubrimiento de restos arqueológicos, localización de personas u objetos perdidos, fallos en sistemas hidráulicos, estructurales o eléctricos, prevención de cánceres y enfermedades síquicas− detectando zonas de radiaciones peligrosas− e incluso que sirve para diagnosticar el futuro. Como es lógico no faltan anuncios, en los medios de comunicación, de cursos de formación de radioestesistas y de manejo del péndulo que, por supuesto, encontrarán personas ansiosas de matricularse en los mismos.
Sin duda alguna, a pesar de que las acciones supuestamente radioestésicas que defienden se han utilizado en diferentes tiempos y lugares, ocupa un lugar protagonista− incluso costumbrista− en nuestro país, la figura de los zahoríes.
Esta bella palabra procede etimológicamente del árabe hispánico zuharí y a su vez del árabe clásico zuharī geomántico, influido de azzuharah, con el que denominan al planeta Venus, a cuyo influjo atribuían algunos este arte. Significa, geomante: “mago o adivino de la tierra”. Según el DRAE, el término zahorí contempla dos acepciones: “Persona a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos” y “Persona perspicaz y escudriñadora, que descubre o adivina fácilmente lo que otras personas piensan o sienten”.
No me resisto, porque sigue vigente en la actualidad − aunque se haya producido alguna variación en la forma y el material de los instrumentos utilizados− a transcribir el ilustrativo texto del Padre Feijoo, hace casi trescientos años: “Digamos ya, qué cosa es la Vara Divinatoria, cómo, y a qué fin se usa de ella. Es ésta un báculo de Avellano, dividido por la parte superior en dos astas, en forma de horquilla, o Y griega. Sírvense de él para descubrir las minas de los metales, los tesoros escondidos debajo de tierra, y también los cauces de agua. El uso es el siguiente: Toma un hombre con las dos manos las dos astas del báculo, y caminando de este modo con él, va tentando todo el terreno que quiere examinar. Dícese que en llegando a algún sitio donde hay, o mina, o cualquier metal sepultado, o cauce de agua, las dos astas del báculo padecen una contorsión violenta, que es índice de que allí está lo que se busca”.
Como hemos manifestado anteriormente, la práctica de la búsqueda de agua u otros recursos por medio de este método ha sido utilizada desde muy antiguo. Sin embargo la utilización moderna se ubica en la Alemania del siglo XV, con la búsqueda de metales y existe documentación sobre la misma. En 1518, en su Decem Praecepta, Martín Lucero, la condena como brujería y en el 1662, el jesuita Gaspar Schott la calificó como satánica. El primer intento de explicación científica corrió a cargo de William Pryce, en 1778, en su Mineralogía Cornubiensis. El fenómeno del zahorismo cuenta con defensores y detractores. Entre estos últimos, se encuentran resultados de informes y experimentos que no han dado resultados de acierto mayor que la probabilidad de hacerlo sin empleo de esos medios.
A este respecto y con la intención de dar una explicación al fenómeno zahorí es conveniente hacer algunas reflexiones: Habitualmente los zahoríes son personas de edad− aunque suelen transmitir su técnica a hijos o nietos− que han vivido y conocido durante muchos años el campo y el territorio donde actúan. De sus observaciones, inconscientemente, se les debe haber grabado en la mente, lugares donde suele remansarse el agua de lluvia, crecimiento de ciertas plantas y árboles de raíces profundas y donde lógicamente pueden tener una alta probabilidad de existencia de agua subterránea. Cuando actúan con el instrumento− cuya sujeción es factible de originarle movimiento− al pasar por uno de los lugares donde el subconsciente le indica probabilidad de encontrar agua, puede producirse lo que se llama efecto ideomotor, que transmite, inconscientemente, la vibración a la horquilla o varillas.
Hay que hacer constar que la mayor parte de los zahoríes tienen un alto sentido de la honradez− posiblemente están convencidos de sus facultades− y solo cobran sus servicios si el resultado es positivo.
Se podría escribir mucho más sobre el tema, pero solo he pretendido −coincidiendo con Feijoo− mostrar que existen bastantes errores comunes de los que habría que desengañarse y mucho más cuando son utilizados por farsantes y vivillos para enriquecerse.
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