La revolución tecnológica no ha ido acompañada de las medidas que hubiesen sido precisas para evitar ‘víctimas’ colaterales, que es en lo que se están convirtiendo las personas mayores en espacios como las oficinas bancarias, donde las entidades financieras han decidido apretar a fondo el acelerador para ahorrar costes en recursos humanos a fuerza de dejar la mayor parte de los trámites en manos de los cajeros, que a su vez son cada vez más difíciles de utilizar.
Por un lado, las empresas que prestan servicios básicos, como los bancos y las cajas, deberían haber demostrado antes mucha más sensibilidad con las personas que, por edad o cualquier otra dificultad, tienen más problemas de acceso a los canales telemáticos o no personales.
Por otro, las administraciones deben ofertar a esos colectivos todos las posibilidades de formación a su alcance con el fin de salvar esa brecha digital.
Entretanto, la movilización de los orillados ha puesto de relieve que, sobre todo en estos tiempos, la solución no está en quejarse en solitario, sino en articular campañas efectivas para conseguir causas justas. Solo cuando ha visto crecer y manifestarse la indignación de una parte de su clientela el sector bancario ha dado un paso al frente, tarde, y ha prometido ofrecer alternativas para frenar la exclusión galopante a la que llevaba su cerrazón en forzar a todos los usuarios de sus servicios por igual, sin ningún miramiento, a autogestionarse sus necesidades frente a una máquina en lugar de con una persona.