Semana próxima y en el calendario celebración de plenos. En agenda, una serie de puntos; en el otro lado de la balanza el permanente interrogante sobre su utilidad.
Podríamos empezar a reconstruir un relato sobre todos los asuntos que han sido respaldados, a los que se dio luz verde pero nunca se materializaron en algo concreto.
Sería vergonzoso concluir que las reuniones de los políticos sirven de bien poco. Es lo que parece si tenemos en cuenta no solo que muchos acuerdos no se cumplen sino que se llevan a pleno en varias ocasiones con la creencia de que caerán en saco roto.
Esa inutilidad de este tipo de foros que en ocasiones ha alcanzado el modo del más puro esperpento es sin duda el gran fracaso de la política que a su vez genera el rechazo ciudadano.
Nos lo hemos ganado entre todos. Parte a parte hemos cooperado para que esto no resultara como debiera por culpa de una inacción y una ausencia de beligerancia positiva por conseguir que las cosas se hagan bien.
Si nosotros permitimos que los plenos se conviertan en una especie de exhibición sin sentido estamos siendo cómplices de los (no) resultados obtenidos.
Cuentan los antiguos que las sesiones plenarias eran en sí una auténtica gozada por el nivel dialéctico de sus participantes. Al menos en las formas y en el contenido servían para que el auditorio que antaño sí acudía a verlos aceptara cierta compostura de respeto ante quienes tenía delante.
Ahora es otro cantar. Esa degeneración de la efectividad de esos foros ha ido pareja al propio desengaño que tenemos respecto de una acción política que ha logrado aborregarnos. Aceptamos pulpo como animal de compañía, también que nos timen con lo que se suponía que era un arte.