Tres personas han muerto en esta semana. Tres personas de las que solo una ha sido identificada y que tienen en común haber dejado atrás su país con ánimo de conseguir una mejor vida. No pudo ser. Murieron dos en el agua y uno al caerse al vacío después de intentar grabar por siempre ese momento de gloria que, para él, suponía haber llegado al puerto para pasar después a la Península. Son muertes y son tragedias. No son estadísticas ni datos, son fracasos de un sistema que no funciona y que deja atrás a muchas víctimas, a hombres, mujeres y niños que pierden sus vidas en el intento de cruzar una frontera. Este tipo de sucesos debería provocar un mismo sentimiento: el de lástima porque solo una línea diferencia que esos fallecidos sean distintos a nosotros. Pero lejos de esto, entre una parte de la población genera un sentimiento de odio o, peor aún, se intenta justificar que esas muertes son por su culpa, como si el deseo de prosperar y de mejorar estuviera penado con la posibilidad de una muerte.
La situación vivida estos días ha sido tan dura, tan caótica, tan terriblemente desastrosa, que debería hacernos recapacitar sobre lo que está pasando y hacer cambiar nuestras impresiones hacia una realidad que marca nuestra ciudad y define incluso nuestro comportamiento hacia los demás.
Tres muertes, las tres de personas muy jóvenes -incluso uno probablemente menor-. Tres muertes violentas que se han visualizado como meros números para muchos pero que esconden auténticas tragedias que no debemos olvidar. Sencillamente porque lo ocurrido podría pasarnos a nosotros solo de haber estado a ese otro lado del Tarajal.