Desde el pasado mes de abril estoy en Madrid realizando una estancia de investigación bastante interesante. Viajo todas las semanas y permanezco allí el máximo tiempo posible. Días atrás, mientras me desplazaba en metro para visitar a la familia, me ocurrió un hecho un tanto insólito, que me hizo reflexionar.
Un señor, de raza negra, con aspecto bastante cansado y, a tenor de sus atuendos, inmigrante, que debía volver de su trabajo, me ofreció su asiento, en un vagón lleno de gente hasta la bandera, y que no permitía casi moverse.
Era una hora punta de la tarde. Se lo agradecí, aunque decliné aceptar el ofrecimiento. Ese día estaba yo bastante eufórico, pese al agotamiento propio del final de la jornada de trabajo.
En el Instituto de investigación en el que realizo mis estudios, estamos intentando descubrir los secretos y los patrones de comportamiento de millones de datos económicos de miles de ciudadanos anónimos, utilizando para ello avanzadas técnicas estadísticas e informáticas.
Hasta ahora, el equipo de investigadores, formado por economistas, estadísticos e informáticos, fundamentalmente, y dirigidos por uno de los mejores y más experimentados estadísticos del Estado, además de profesor de la Universidad Complutense de Madrid, habíamos estado documentándonos para decidir qué modelos utilizaríamos.
Se da la circunstancia de que es la primera vez que se maneja esta potente base de datos pública en una investigación.
Pero, después de varias semanas, parecía que empezábamos a tener claro lo que haríamos. Las primeras estimaciones de prueba realizadas mostraban unos resultados bastante prometedores, que nos llevaba a pensar que nuestro estudio cumpliría con su función, a saber, hacer avanzar la investigación social y ayudar a los gestores públicos a adoptar las mejores decisiones.
Pero, también tenía otros motivos para estar contento. Mi amigo y colega, el Dr. Nelson, en la actualidad profesor asistente en una universidad americana, está intentando conformar un equipo de investigación internacional para abordar diversos aspectos de salud pública, y me acababa de invitar para formar parte del mismo.
Después de analizar lo que pretende, y comprobar que se trata de un magnífico proyecto, no dudé ni un minuto en aceptar su ofrecimiento.
En el plano más doméstico, también había razones para el optimismo. Determinados acontecimientos ocurridos en el Campus universitario de Ceuta, que carece de interés traer aquí, me han llevado a una situación ideal, que conlleva dejar próximamente la representación institucional de determinado órgano, que a veces me obligaba a defender lo indefendible y a representar a ciertos personajes, pazguatos y miserables, más preocupados por salvar su enorme “culo”, que por el interés general.
Sin embargo, seguiré perteneciendo a dicho órgano durante el tiempo que aún falta para que cambie mi situación laboral por ascenso, que preveo corta.
Esto me va a permitir seguir representando a los compañeros y compañeras que realmente quieren que los represente y defienda, pero, como dice mi amigo Fernando, también tener más tiempo para ser feliz, al poder dedicarme con más intensidad a lo que realmente me interesa.
Todo lo anterior me hacía sentirme bastante bien, cuando el señor al que me refería anteriormente me ofreció su asiento. Al principio me agradó sobremanera su actitud desprendida.
Toda una lección de civismo dada por un ciudadano inmigrante negro, al que el presidente de los EEUU de América, Trump, acababa de llamar “pandillero”, pensé. Pero inmediatamente me asaltó una duda. Con la de gente que había en el metro, por qué me había escogido a mí. No llevaba maleta. No tenía aspecto cansado. Iba bien vestido. Y soy un hombre maduro, pero no muy mayor. Al parecer, esta era la cuestión.
Esto me dio para una reflexión, serena, pero con cierta preocupación. Con los avances de la ciencia y el incremento de la esperanza de vida, pensé, sesenta años no se puede decir que sea una edad que deba llevar a nadie a ser calificado como viejo, o mayor.
Al menos en nuestra sociedad. Si acaso, como hombre maduro. Pero, en ese caso, ¿hasta qué punto, un comportamiento cívico debe llevar a alguien a dejar el asiento en el metro a un señor maduro?. ¿Dónde ponemos el límite?.
¿Es que no había nadie maduro en el metro en ese momento?. Si, los había. Pero, quizás, a los ojos del señor que ofrecía su asiento, yo debía ser el más maduro de todos los maduros allí presentes. Y esto me preocupaba.
Y me hacía sentirme más mayor, y me enfadaba. Igual que se enfada el que no quiere quedarse calvo, esforzándose por ocultar la calvicie, pero con métodos que la hacen más visible, y hasta ridícula. Pero, como suelo ser positivo, yo solo me fui animando y autoconvenciendo de que tenía que tratarse de un error. Pues viejo, lo que se dice viejo, no puede decirse que esté.
Aunque mi nieta me llame cariñosamente abuelito, y se siente pacientemente a mi lado para enseñarme a buscar en el ordenador páginas infantiles y juegos a los que yo no sé acceder. Mi duda se despejó al llegar a casa de mi familia. Saludé a mi suegro, que acababa de salir de una operación quirúrgica y estaba algo debilitado. Pensé que él sí era un hombre mayor.
Dicen que mal de mucho es consuelo de tontos. Esto es lo que me pasaba. Pero, inmediatamente me volvió a asaltar la preocupación. Hasta hace poco, yo lo veía a él, también, como un hombre solo maduro, aunque algo mayor que yo.
Y es que, como decía el sabio Einstein, todo es relativo y depende desde el punto de vista y el lugar en que lo mires.
Finalmente me estoy convenciendo de que lo más práctico para seguir siendo felices, sin dejarte llevar por las preocupaciones existenciales de las personas mayores, va a ser asumir nuestra propia realidad sin preocuparnos demasiado.
Los psicólogos y el sentido común llaman a esto aprender a ser mayores. Y esto no es fácil, a la luz del absurdo “sobresalto” que me ha ocasionado que, amablemente, un humilde trabajador inmigrante me ofrezca su asiento en el metro. Pero, que conste que tampoco soy tan mayor. Si acaso, estoy algo maduro. Pero con la mente jóven.