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La nueva mascarilla

Por Ana Isabel Espinosa
23/08/2020 - 04:00
gente-mascarillas
Imagen de archivo

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Mi hija adolescente cambia de mascarilla como otras de falda, porque hemos involucionado y ahora somos mascaropitecus. No todos. Los hay que se resisten como mi Gran Danés al agua que por otra parte solo le aporta beneficios. Pero los hay tan obtusos de cuerpo y mente que solo un perro en su menor edad los igualaría. Terraplanistas, cometarros, sátiros y canguelarios…todo pulula por la red, junto con memes y citas imprevistas de niñas de trece años que publicitan su cuerpo y su inconsciencia para que vejestorios desfasados- y ahuevados- les den al ojo y a la mano en igual grado. Nos hemos desestructurado como un Picasso pero sin su valor intrínseco, desfigurándonos y alargándonos al modo Greco para llegar a fin de mes y cumplir nuestras obligaciones.

Somos carne de piñata, acostumbrados a salirnos con la nuestra, porque nos creemos especie que perduramos en los genes de los demás. A mí me cuesta verlo de ese modo… Cada muerto me duele, cada pérdida me hiere por esa jodida manía que tengo con la individualidad dual de dos piernas, dos brazos, dos agujeros en la nariz y esas ganas irrefrenables (muy Espinosa, por otra parte) de perpetuarme para hacerle gasto al erario público viviendo hasta los 120 años. Luego te das cuenta que no, solo traspasas los muros de un geriátrico. Estar dentro no es poesía, por mucho que pongan música, actividades y pulcritud estética. Estar encerrado, aunque sea por voluntad propia, no es comedia romántica sino de noche de suspense de serie B. Y les hablo de los centros homologados que tratan con la dignidad requerida a sus huéspedes. Porque la ancianidad no está venerada como en los tiempos primitivos donde el Jefe lo era sobre todo porque su buena cabeza le había llevado a sobrevivir más que a todos los demás. Ahora queremos políticos jóvenes, gente guapa y con cuerpos de escándalo. Sin arrugas, sin fealdad, sin lonchas, sin máculas…Dónde – díganme- entra la ancianidad en esta jodida ecuación de descerebrados.

El tiempo carcome todo lo que toca en este Planeta al que nacemos llorando porque sabemos lo que nos espera y que la vida es corta sin necesidad de que ningún virus venga a ponernoslo todo más difícil. Quizás deberíamos mirar las estrellas como los nuevos proyectos de la NASA que investigan cómo desprenderse del polvo que quema instrumentales, lo ensucia todo y es tan persistente como la rojez del propio Planeta. Quizás sea polvo de otra civilización extinta tan hermosa y perfecta como la nuestra, tan maravillosa y culta como la nuestra, con tantos satélites para decir boberías como la nuestra, con tantos niños miopes por una consola como la nuestra, con tanta soledad y ancianos descatalogados como la nuestra. Lo mismo sí es mucho mejor mirar hacia arriba, al puro cielo y empezar a soñar, porque las mascarillas nos llevan de recados, de paseo con los perros y de convidada con los amigos. Las usamos y tiramos como a los que nos precedieron sin hacer ni un solo gesto de complicidad, ni agradecimiento, pasaremos de moda como ellas y nos reciclarán, nos olvidarán o nos guardarán en un geriátrico pulcro y con música celestial para que no estorbemos mucho.

No sé si le tengo más miedo al virus por asfixiarme en mi propia salsa genética o a devaluarme descerebrándome, sin poder lucir ya ni palmito, ni lozanía. La vida es cruel con los que vivimos de la palabra y el pensamiento. Cruel para los que nos machacamos la cabeza y no los músculos. Nunca se nos ve, ni se nos siente. Como al puto covid que pervive por más que se le niegue o sea incómodo de narices.

Transparentes, opacos y desvaídos, vegetando en la inmensidad de la especie con dos brazos, dos piernas y dos agujeros en la nariz.

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