Colaboraciones

Todas las manos de Dios

Un buen amigo, seguidor habitual de mis artículos, me comentó, después de haber leído el último, publicado hace unos días referente al pie, que había sufrido− no me dijo en qué circunstancias− la rotura de un ligamento de la articulación metacarpo-falángica, de una mano. Me invitó a que escribiera un artículo referido a las manos, pues se había dado cuenta, a causa de este suceso, de la complejidad y la importancia de estas extremidades.
Ciertamente, las manos gozan, no obstante, de una mejor imagen que el injustamente considerado, prosaico pie. Sus utilidades son mucho más variadas y permiten la funcionalidad en las tareas laborales, domésticas y creativas. Son fundamentales en la generación de las obras de literatura, artesanía y bellas artes−Aristóteles las calificó como “instrumentos del cerebro”−, pero también, lamentablemente, pueden ser protagonistas de acciones reprobables. Constituye tal número y magnitud la cantidad de intervenciones relacionadas con las manos, que sería imposible recogerlas todas. Modestamente, emprendo la tarea de adentrarme −limitadamente, por tanto− en ese fascinante, variado y amplio mundo de las manos.
Constituyen el final de las extremidades superiores del cuerpo humano, iniciándose en la muñeca−zona proximal− y terminando en las yemas de los dedos, distal. Son, al igual que los pies, unas magníficas obras de ingeniería, articuladas en cada mano por 8 huesos en el carpo, 5 metacarpianos y 14 falanges, constituyendo un total de 27 huesos. Tienen dos caras, la palma y el dorso, finalizando en cinco dedos. Hay una mano dominante, usualmente la derecha – aunque un 10% de la población mundial usa la izquierda− y cada una, está controlada por el hemisferio cerebral del lado contrario.
La creación del hombre fue realizada, modelándolo artesanalmente con barro. Por tanto, las manos de Dios están sustancialmente ligadas− con esencial protagonismo− al diseño de la figura humana. Al estar creado el hombre, a la imagen y semejanza divina, también nuestras manos son, indirectamente, manos de Dios. Es impresionante el fresco de Miguel Angel Buonarroti − de alrededor de 1511− en la bóveda de la Capilla Sixtina del Vaticano, representando la creación de Adán. El centro de la composición, lo ocupan las manos − del Creador y del Hombre− aproximándose, pero sin tocarse. Dios extiende el dedo índice de su mano derecha, hacia el índice encogido de la mano del yacente Adán. Quizá quiso expresar el genial renacentista, con esta indefinición, que Dios tendía la mano de manera plena, infundiendo la vida, hacia el hombre, pero éste disponía del libre albedrío de aceptarla.
En Ceuta ‒frente a la Casa de su Hermandad‒ puede contemplarse una impresionante escultura, en bronce, de los hermanos Pedrajas, que representa las manos cautivas del venerado Cristo de Medinaceli, conocido como “el Señor de Ceuta”. Conmovedor es igualmente, el dibujo o boceto del renacentista alemán Durero (1472-1528) ‒ conservado en un museo de Viena‒, que representa unas manos unidas, tal vez en oración, que la leyenda ha ligado a una hermosa historia de amor fraterno del pintor hacia su hermano.
El 22 de junio de 1986, se disputaba en el estadio Azteca de la capital de México, el encuentro de cuartos de final del Campeonato del Mundo, entre las selecciones de Argentina e Inglaterra. Un centro desde la derecha, fue a parar al área donde el delantero argentino Diego Armando Maradona, se adelantó al portero inglés en un salto con el brazo ligeramente levantado. El remate, que parecía estar realizado con la cabeza, entró en la portería británica, anotándose el gol. Ciertamente, con gran maestría, el astro argentino consiguió disimular que el balón había sido introducido con la mano. La expresión− atribuida al ídolo argentino− justificando la contribución de la “mano de Dios” en el tanto, fue recogida por la prensa y se ha transmitido mediáticamente, a lo largo de los años.
El apretón de manos es un gesto difundido en todo el mundo, como un modo de comunicación interpersonal. Con la aparición del Covid, por el consejo para prevención de contagios− las manos son un notable vehículo de transmisión bacteriana− prácticamente ha desaparecido en el comportamiento humano y sustituido por contacto de codos y otros gestos. Ha existido desde las tribus primitivas y hay constancia de su presencia en la antigüedad, en datos arqueológicos y mitológicos. Posiblemente, comenzó como un acto de paz, de amabilidad y confianza. Sin embargo, también debía estar ligado a la desconfianza: era una manera de demostrar que no se portaba arma para agredir e incluso el movimiento oscilante, arriba y abajo, confirmaba no llevar nada bajo la manga.
El apretón ha tenido y tiene diferentes versiones y características: fuerte, flojo, indolente, sudoroso, largo, etc. Es indudable que el apretón de manos puede poner de manifiesto, alguna de las características personales de quienes lo practican.
Son asimismo las manos protagonistas en un acto social− que constituyen una de las reacciones más comunes y contagiosas‒ en los seres humanos y utilizado en todas las culturas, como es el aplauso. Representa una manifestación de aprobación, homenaje o reconocimiento a algo o a alguien, a través del ruido producido al golpearse mutuamente las palmas de las manos.
Su origen no está plenamente definido, aunque parece ser que ha existido, de alguna forma, desde el inicio de los tiempos. No faltan etólogos que lo consideran un acto innato e inherente a la naturaleza, ya que los pequeños bebés lo realizan cuando están satisfechos e incluso los chimpancés repiten este gesto, cuando quieren jugar o están divertidos.
En las antiguas Grecia y Roma eran corrientes los aplausos en la celebración de las obras teatrales, bien chasqueando los dedos índice y pulgar o golpeando las palmas, abiertas o huecas. Se dice que Nerón se hacía acompañar por 5.000 aplaudidores de sus intervenciones. Donald Trump, en un momento de su mandato −que se sepa− parece ser que distribuyó 40 empleados adeptos entre el público, para que aplaudieran su discurso en la sede del FBI. Por supuesto, han sido nefastos los aplausos para algunos. Como aquel actor al que el emperador Calígula mandó degollar porque lo aplaudieron más que a él o el congresista‒ director de una fábrica local‒ condenado a diez años de prisión en un gulag, porque fue el primero en dejar de aplaudir en un Congreso del Partido Comunista en Moscú, al finalizar el discurso de Stalin. Lo cierto es que lo hizo cuando los asistentes llevaban ‒ agotados‒ casi un cuarto de hora batiendo palmas y nadie se atrevía a parar.
La antigua técnica de buscar cooperantes remunerados para el aplauso, tuvo especial boga en el París de 1830 donde se instituyó la que se llamó claque, a las órdenes de Auguste Levareur, que dirigía cuándo el grupo debía aplaudir una obra o, en su caso, incluso patearla. En mi época de estudiante de la carrera en Valencia, en algunas ocasiones, formé parte de la claque del emblemático y revisteril teatro Ruzafa, de la capital levantina. En aquellas etapas jóvenes ‒con penuria dineraria estudiantil‒ había que buscarse la entrada gratis a las picantes representaciones de las compañías de revistas. Por otra parte, el compromiso de aplaudir las actuaciones −sinceramente− constituía más que obligación, un incondicional placer, ante la contemplación de aquellas superesculturales vedettes en el escenario.
Como acto de pleitesía se ha ejercido, desde la antigüedad, el beso en las extremidades. En la Edad Media, los vasallos practicaban esa reverencia de sumisión, respeto y obediencia, besando las manos de los nobles de quienes dependían. También la Iglesia Católica extendía esta ceremonia, ya suprimida, hacia sus prelados. La costumbre no está tan lejana, porque recuerdo de niño, como se acercaban los fieles por la calle, a besar la mano del párroco. Afortunadamente la ominosa ceremonia, está periclitada en la actualidad. Sí permanece en muchos creyentes religiosos, la costumbre de besar los pies o las manos de las imágenes. También está fenecida la costumbre epistolar de acabar el escrito a una dama con un “que besa su mano”. Tiene lugar, en ciertas ocasiones y ceremonias, el gesto − que no la acción completa− del llamado besamanos, acercando los labios del varón a la mano tendida de la mujer, que debe ser casada, según las tradicionales reglas de cortesía y etiqueta social, aunque con las diversas opciones actuales, habrá que revisar el tema protocolario.
Las manos gozan de unas facultades reconocidas en religiones y en otras creencias, como dones conferidos por Dios o por transmisión de la energía de la naturaleza. Fundamentalmente, esas facultades se manifiestan a través del acto de imposición de manos. En la Biblia hay referencias al mandato de Dios, al pueblo de Israel, de imponer las manos sobre las cabezas de los animales ofrendados para el sacrificio. Se cita también su utilidad para impartición de sabiduría y autoridad. En el Nuevo Testamento se relatan múltiples casos de curaciones y bendiciones hechas por Jesús, mediante la imposición de sus manos. El Evangelio de Marcos (Mc 16-18), recoge las palabras de Cristo en las que confiere‒ entre las señales que identificarán a un seguidor creyente‒ poner las manos sobre los enfermos y sanarlos.
La petición de mano ha sido− aunque en la actualidad prácticamente no se realiza− una ceremonia tradicional, en la cual el pretendiente solicitaba, del padre de su futura esposa, el permiso para desposarla. En mi adolescencia, recuerdo en mi pueblo, como era casi obligatorio tener que hablar con el padre de la muchacha, para poder salir como novios.
En realidad, la tradición procede de la antigua Roma y recogida en el Derecho Romano. No se trataba de obtener, por supuesto, la extremidad manual de la pretendida, sino de traspasar el manus, del padre al marido. El vocablo latino, significaba el poder judicial o tutorial del padre sobre las hijas. La petición del manus − petición de mano− significaba, por tanto, solicitar la transferencia de ese control o responsabilidad sobre la futura esposa hacia el marido, como condición para contraer matrimonio.
Aunque Calderón de la Barca publicó en 1657, una comedia titulada Las manos blancas no ofenden, lo cierto es que esa afirmación ha pasado al anecdotario histórico de nuestra patria, por la pronunciación de dicha frase, en boca del prepotente e influyente ministro de Gracia y Justicia, de Fernando VII, Francisco Calomarde. En septiembre de 1832, recibió unos solemnes guantazos− ante cortesanos− de la infanta Luisa Carlota de Borbón, cuñada del monarca. La razón estuvo en que ambos competían por su influencia sobre el rey. El ministro, para que derogase la Pragmática Sanción de 1830− que designaba heredera a su hija Isabel− y restaurase la Ley Sálica, que no permitía acceder a la corona a las mujeres, con lo cual le sucedería su hermano el infante Carlos María Isidro de Borbón. La infanta, para que aboliese ésta definitivamente y llegara al trono su sobrina Isabel, hija de Fernando. Poco antes de fallecer el “Rey Felón” dejó sin vigor la prohibición sálica− abolida por decreto, el 31 de diciembre de 1832− y a su muerte le sucedió, la aún niña, Isabel II. El episodio de Palacio− entre la infanta y el ministro− fue, sin duda alguna, el prólogo de las civiles Guerras Carlistas, que ensombrecieron nuestro país en el siglo XIX.
El jamsa o hamsa, también denominado la mano de Fátima, es un símbolo consistente en una mano abierta, simétrica, con el dedo corazón en el centro, a ambos lados el índice y el anular, del mismo tamaño y en los extremos los pulgares − hacia fuera− también idénticos. Su origen parece ser que se remonta al culto sumerio y al asirio babilónico. Fue utilizado por los cartagineses como amuleto, pasó después a magrebíes y bereberes y finalmente fue adoptado por las culturas judía y árabe. Los cinco dedos de la mano, son identificados por los judíos con los cinco libros del Torá y por los árabes con los cinco principios del Islam. Los hebreos lo rebautizaron como la Mano de Mirian− en honor a la hermana de Moisés y Aarón− con una estrella de David en el centro y los árabes como la mano de Fátima− en honor a la hija de Mahoma− y con el ojo de Allah en el centro. Aunque los adeptos le dan el significado de presencia en su vida de la mano de Dios y su protección, si los dedos están hacia arriba creen que protegerá de los males, la envidia e incluso el mal de ojo. Si miran hacia abajo, atraerá la buena suerte, la felicidad y el amor.
En la historiología se interpreta el concepto de “mano negra” como un sinónimo de conspiración u organización oculta para conseguir sus fines. También aparece esta denominación como protagonista en muchas leyendas populares. A finales del siglo XIX, en Andalucía, especialmente, se atravesó un periodo de escasez y conflictividad, afectando fundamentalmente a la población campesina y trabajadora, que desembocó en frecuentes robos, atentados a las propiedades e incluso asesinatos. En 1882, accidentalmente, la fuerza pública encontró −según manifestación oficial− en un cortijo del área de Cádiz y Jerez, ocultos bajo unas piedras, el Reglamento y los Estatutos de una supuesta organización de corte anarquista, denominada Mano Negra. A la misma se le adjudicaron muchos de los desmanes y crímenes en la zona y se celebraron juicios que terminaron con el encarcelamiento, la deportación e incluso el ajusticiamiento de siete de sus supuestos miembros. No ha estado claro − hay diferentes versiones de historiadores− si verdaderamente existió la organización o fue una creación del gobierno para ejercer represión y escarmiento.
En 1911, nació en Belgrado una organización secreta, con el nombre de Mano Negra, cuyo objetivo era la destrucción del imperio austrohúngaro y la unificación de Serbia. A la misma se le atribuye participación en el atentado de junio de 1914, en Sarajevo, que acabó con la vida del archiduque Francisco Fernando y de su esposa, constituyendo el detonante de la Primera Guerra Mundial.
A principios del siglo XX en EEUU tuvo vigencia otra organización, de carácter mafioso, denominada Mano Negra, integrada por emigrantes italianos‒ fundamentalmente procedentes de Sicilia ‒ e italoamericanos, dedicada a la extorsión y al chantaje, bajo amenazas de muerte. El propio genial tenor napolitano Enrico Caruso, fue uno de los receptores de las amenazantes cartas.
Las manos portan−para quienes creen en ello− en sus elementos constitutivos, un gran poder informativo sobre los aspectos físicos y síquicos de sus poseedores. La quiromancia es aún una pseudo ciencia, que representa según definición de la RAE ”Adivinación de lo concerniente a una persona por las rayas de la mano”. Verdaderamente, queda un poco coja esta definición ya que los expertos en el tema consideran que, previamente a examinar las rayas, un buen quiromante debe obtener información, mediante la observación, de la forma de la mano, de los dedos y de otros elementos.
La quiromancia tiene un origen oriental procedente de China, Mesopotamia, Egipto o India. Se extendió a la antigua Grecia y a Roma. Durante la Edad Media estuvo prohibida por la Iglesia y quizá solo fueran los gitanos los continuadores. Renació en los siglos XIV y XV, publicándose el primer texto escrito sobre quiromancia en 1475. En el siglo XIX se empezó a dar importancia científica a la disciplina y el principal artífice de esta recuperación, fue el oficial napoleónico Casimir D’ Arpentigny, con su obra Les mysteres de la main, en 1859. Los elementos sobre los que actúa la quiromancia son: los dedos, las uñas, la palma, en la que se distinguen los montes, los llanos y las líneas. Estas se dividen en fundamentales −del Corazón, de la Cabeza y de la Vida− y secundarias. Los anillos, son otros elementos, aunque no siempre están presentes.
En la actualidad, la quiromancia está siendo utilizada, no solo por quienes han montado un espléndido negocio− con clientela de alto poder adquisitivo− de consultorios de adivinación, sino también, con aproximación científica, en la medicina y en la sicología y siquiatría.
Las manos son el medio de vida de variada multitud de personas: operarios laborales de todo tipo, artesanos, pintores, escultores, escritores, cirujanos, prestidigitadores y hasta carteristas y trileros. Se utilizan en el lenguaje de signos y en la lectura del sistema Braille. Se han adoptado como símbolos de ideas políticas, como el puño cerrado de la izquierda y la palma abierta, con el brazo extendido, del fascismo. Por supuesto hay multitud de refranes, expresiones y frases hechas‒ que no podemos recoger en el limitado espacio de un artículo‒ referidos a las manos.
Para finalizar, me tomo la libertad de referirme a los dedos. Carecen de músculos y sus movimientos se hacen merced a los tendones y músculos de las palmas. La facultad de tenerlos oponibles −que permite sujetar y manejar objetos− es única en los seres humanos y corresponde a un hito evolutivo, que contribuyó el desarrollo del hombre como especie. Gracias a que las puntas de los dedos –portadoras de las personales e identificativas huellas dactilares− son las zonas con más terminaciones nerviosas del cuerpo humano, gozamos del sentido del tacto.
Cada mano consta de cinco dedos, que reciben unos nombres característicos. El pulgar o dedo gordo, a pesar de tener solo dos falanges, puede rotar y oponerse utilitariamente a cada uno de los otros cuatro. Con el puño cerrado y el dedo hacia arriba es un gesto de apoyo o complacencia. Oculto bajo los otros, con la mano cerrada, es una petición de auxilio. El dedo índice, sirve para indicar una dirección, señalar algo o enfatizar. El dedo medio o corazón, tiene entre sus variadas utilidades, una grosera, como la insultante peineta con los otros cerrados y apuntando hacia arriba. También, sin entrar en detalles, es muy favorecedor para el sexo femenino. Para equilibrar, el paquete completo es muy agradecido por el género masculino (se dice, que el 90 % lo reconoce y el otro 10 % miente). El anular, porta usualmente, basado en una tradición griega, el anillo del matrimonio. El meñique y más pequeño de todos, puede confabularse con el índice, manteniéndose ambos inhiestos, con los otros cerrados, simulando un astado, utilizado como insulto. Como no tiene otras muchas funciones, de manera autónoma, el meñique también es usado, indecorosamente, para hurgarse en la nariz o en los oídos.
Finalmente, debo acabar deseando la recuperación del percance manual, sufrido por mi motivador amigo.

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