Días atrás recibimos una llamada desde Dubái. Se trataba de un granadino que trabajaba allí. No lo conocíamos. Tampoco nos dijo a qué se dedicaba. Sólo nos hizo saber que por internet había visitado la página de nuestra panadería y que él había tenido dos vecinos en Granada, ya ancianos, que en su momento le ayudaron mucho y que en estos días estarían muy solos y pasándolo mal. Quería ayudarles con un envío de pan, pues uno de ellos había sido panadero en su juventud y sabría apreciarlo. Nos dijo que no encontraba otra forma de devolverles la ayuda en estos días de sufrimiento y soledad. Nos pidió el número de cuenta, en la que ingresó inmediatamente la cantidad mínima para llevar pedidos a las casas. El pan se llevó puntualmente a esta pareja de ancianos.
Al principio, los abuelos no se fiaban de nosotros. Insistían en que no querían nada. Pero cuando les dijimos que el pedido de pan lo había hecho un antiguo vecino suyo desde Dubái, accedieron a abrir la puerta. Primero salió la señora, con cierto reparo y miedo. Después el marido. Cuando comprobaron que era verdad lo que decíamos y que el pan lo había encargado su antiguo vecino, la cara se les iluminó. Más por el recuerdo de su buen amigo, que por el pan en sí mismo. Esta imagen, indescriptible con palabras, queda para nuestra memoria. Es lo que ocurre en las sociedades modernas. Muchos de nuestros mayores están tan solos que a veces, un pequeño rato de charla les hace cambiar la vida. Quizás estos días de aislamiento forzado nos sirvan para reflexionar acerca de en qué hemos convertido nuestras vidas.
Hay muchas más anécdotas parecidas que circulan por las redes y aparecen en los informativos. En nuestra pequeña panadería la actividad se ha incrementado. Muchos hacen el pedido por teléfono, para no salir de casa. Otros, aprovechan para venir andando. Todos son respetuosos y pacientes. Cumplen las reglas de higiene mínimas lanzadas por las autoridades. Entran de uno en uno. Si pagan con monedas, generalmente las han desinfectado antes. Suelen llevar mascarillas puestas. Y todos nos desean lo mejor. Comprenden el esfuerzo que se hace.
También hay situaciones desagradables, ejemplo de la miseria humana. De la peor de nuestras caras. Por ejemplo, el camión de la desinfección de calles dispuesto por el Ayuntamiento de Dilar, mi pueblo, pasó por nuestra puerta varias veces el otro día, pero aquí no paró, pese a ser un lugar frecuentado por personas que necesitan comprar pan. Hemos tenido que recurrir a desinfectar por nuestros propios medios. Las autoridades lo saben y no hacen nada. Es más, como se ha publicado en varios medios locales, el alcalde se ha dedicado a enviar mensajes a sus amigos para prevenirles de la llegada de una patrulla de la Guardia Civil, por si los multaban. Y amigos suyos, desde la página del Ayuntamiento, hacen comentarios desaconsejando circular por aquellos lugares que no han sido desinfectados, es decir, por donde vivimos nosotros y otros vecinos, que debemos ser los “infectados”.
Ya en la Alemania nazi de 1939 a 1945, en el marco de la Segunda Guerra Mundial, se crearon guetos para aislar y controlar a la población judía. En nuestro reciente viaje a Berlín, pudimos comprobar las señales que se hacían en calles y edificios en los que vivían judíos. En la actual pandemia, que se está cebando, fundamentalmente, con las personas mayores y las más vulnerables, también se está propagando algo más peligroso que el virus en sí mismo. El odio a determinados colectivos que se les supone con mayor predisposición a ser infectados. Lo que cuento de mi municipio (de apenas 2.000 habitantes ), en el que se ha hecho una “selección” de calles a las que se les iba a aplicar medidas de desinfección durante la primera semana del aislamiento, es algo parecido. La mente del que haya adoptado esta decisión, o es una mente enferma, como lo era la de los dirigentes nazis de aquellos años, o es la mente de un irresponsable e indolente, que no alcanza a ver las consecuencias de sus acciones. Quizás sea todo a la vez. Es posible que su odio hacia algunos que no comulgamos con sus ideas le haya cegado de tal manera, que le ha hecho llegar ya a un punto de no retorno.
En estos días de confinamiento a consecuencia de la terrible pandemia que asola al mundo, siempre debe haber un hueco para la reflexión y la solidaridad. Pese al sufrimiento de miles de personas, pese al dolor de muchos, surgen historias bonitas, como las que hemos contado, que reafirman la bondad humana. J.J.Rousseau, que sentó las bases de la moderna democracia, creía en esta bondad, pese a que Tomás Hobbes creía lo contrario y por ello defendió el poder absoluto del Estado como un gran Leviatán.
Y también se están produciendo noticias esperanzadoras para nuestro futuro. No solo porque hay cientos de científicos intentando encontrar la vacuna contra el virus. También, porque esta paralización generalizada de la actividad económica, paradójicamente, ha llevado a unos niveles de descontaminación y descenso de emisiones de gases de efecto invernadero sin precedentes, lo que nos estaría indicando, con meridiana claridad, que la humanidad puede parar el cambio climático que ella misma ha causado, al igual que entre todos pararemos el virus.
Es mi mensaje de esperanza y de solidaridad para con todos los que hoy se encuentran en sus casas, o en sus lugares de trabajo, intentando frenar la pandemia. Que las hojas del bosque no nos impidan nunca ver las estrellas. Salud y esperanza a todos.