El pasado 15 de marzo saltaba se publicaba en el diario El País la noticia del científico español del CESIC, el biólogo Jesús Ángel Lemus Loarte que se había inventado parte de su currículo. Lo curioso de la información es que se daba con fotografía del personaje incluida, y antes de que el Comité de Ética del centro se hubiera pronunciado. La única base de la noticia era la denuncia que, al parecer, algunos jefes y colegas del científico habían formulado desde la Estación Biológica de Doñana. Me sorprendió la “ligereza” del diario a la hora de estigmatizar a una persona de esta forma. Incluso aunque las supuestas falsedades fuesen ciertas, dicho medio de comunicación, que también se rige por unas normas éticas, debería haberse esperado a que el caso estuviera resuelto. Sobre todo porque habrían dado la oportunidad al implicado, que realizaba su trabajo con una beca de investigación, para que se defendiera. ¿Villano o héroe?.
Conociendo algo (muy poco) este competitivo mundo de la investigación científica, y aún admitiendo que dicho personaje haya podido “inflar” su currículo, yo creo que debajo de todo puede haber, también, algún tipo de historia de celos, envidias profesionales, y hasta venganza personal de otros colegas que no se hayan visto “recompensados” en su carrera de investigación. No es la primera vez que esto ocurre, ni tampoco será la última. Recientemente se ponían en duda las investigaciones de un premio Nobel por su directo colaborador, que le acusaba de haberse apropiado de su descubrimiento para encumbrarse. Algo parecido ocurrió en los años 60 con otro insigne científico. Y hace muy poco, a un eminente investigador oriental le acusaban de haberse fabricado los datos “ad hoc”, para obtener unos resultados determinados.
Pero también, en otras ocasiones lo que se hace es presentar determinados estudios “pseudocientíficos” como verdaderos, para así orientar el consumo de una determinada marca de productos, o incluso para negar evidencias científicas como el cambio climático. En estos casos, como lo que hay detrás son importantes grupos de poder, nadie pone en duda la honestidad de los científicos que realizan los estudios, casi siempre pagados de forma muy generosa. Es lo que ocurre en el campo de la economía, cuando profesores de la escuela neoliberal de Chicago ponen en duda las bondades del sector público, apoyándose para ello en la teoría económica y en complicados estudios econométricos. En estos casos, lo que se oculta es que hay otras teorías, también apoyadas en estudios estadísticos, que entienden las cosas de otra forma. Es el juego de intereses económicos y de poder que domina a las sociedades actuales.
Hay evidencias suficientes acerca de los beneficios que sobre el desarrollo económico de los países produce la investigación científica. Sin embargo, a pesar de ello, nuestros gobernantes, fundamentalmente los españoles, se empeñan, una y otra vez, en mantener nuestros niveles de gasto en I+D por debajo de la media de los países de la Unión Europea. Esto se traduce, en la práctica, en una extrema precariedad laboral de nuestros jóvenes investigadores, que se ven condenados a malvivir con salarios por debajo de los 1.000 euros al mes, o incluso a trabajar al servicio de los “popes” de los correspondientes departamentos con una miserable beca de investigación. En estas circunstancias, cuando una y otra vez se ven desplazados de los primeros puestos de la autoría de las publicaciones por los jefes para los que trabajan, a pesar de ser ellos los verdaderos autores de las investigaciones, no es de extrañar que, en cuanto pueden, comiencen a utilizar la picaresca, para así “inflar” sus currículos de forma artificial. En esto tiene mucho que ver el diseño actual de la evaluación docente e investigadora. En nuestro país se apoya en tres pilares. Se exige un mínimo de investigación. Un mínimo de docencia. Y a partir de ahí, un mínimo de ambos tramos de forma conjunta, en el que hay libertad de dar más peso a uno o a otro, a partir de los mínimos anteriores. El problema es qué méritos se tienen en cuenta y cómo se valoran. Las publicaciones en revistas de impacto tienen mucha importancia. Sin embargo, aquí la pillería también tiene muchas caras. Primeros autores, que en realidad no han aportado más que el nombre, pero que de esta forma amplían sus tramos de investigación y, por tanto, sus emolumentos. Coautores que ni siquiera han colaborado, pero que se les coloca en los trabajos para que vayan haciendo currículo (si se realizara un estudio genealógico de determinados departamentos, obtendríamos mucha luz sobre el particular). Colegas que se citan unos a otros para aumentar el factor de impacto de las publicaciones.
Como se ve, la casuística es mucha y muy variada. Pero detrás de todo ello lo que hay es una triste y peligrosa mercantilización de la ciencia, que de esta forma se aleja cada vez más de su auténtico interés y de la necesaria humildad que ha de presidir toda su actuación. Esto contó Stephen Hawking a un periodista: “Cuando el doctor Caius reabrió el Gonville College en el siglo XVI, construyó tres puertas. Uno entraba por la Puerta de la HUMILDAD, pasaba a través de la Puerta de la SABIDURÍA y la VIRTUD, y salía por la puerta del HONOR. La Puerta de la HUMILDAD ha sido derribada. Ya no se necesitaba”.