Conforme al título de este artículo, lo primero que me tendría que preguntar a mí mismo es, si hay alguna guerra que sea justa, porque, a mi modesto juicio, todas las clases de guerras significan un fracaso de la sociedad. Y, sobre la guerra, hay varias concepciones radicalmente opuestas, una, “pacifista” y otra, “belicista”. Sobre la primera, Aristóteles no cree que la expresión “violencia política”. Lo que él hace es suscribir una posición moderadamente pacifista que, en lugar de prohibir la guerra, recurre a la teoría de la guerra justa o justificada. Según el pacifismo moderado, la fórmula “guerra en aras de la paz” debe ser entendida de tal forma que la misma debe ser librada en un tiempo. Pero, a la teoría anterior, se contrapone la belicista: “Si vis pacem, para bellum”: (Si quieres la paz, prepárate para la guerra).
La pregunta de si hay o no guerras justas se la han formulado a lo largo de la historia muchos filósofos. Platón criticó las guerras entre polis, por considerar que debilitaban al mundo helénico, pero al mismo tiempo se mostraba condescendiente cuando la guerra se llevaba a cabo contra los bárbaros. Aristóteles aceptaba aquellas guerras que se acometían contra pueblos que habían nacido para ser esclavos y que se resistían a dejarse someter pacíficamente. Cicerón sería el primero en hablar de guerra justa, argumentando que las guerras legítimas deben ser declaradas, acoger una causa justa y ser conducidas de manera justa.
En la Edad Media, teólogos como San Agustín y Santo Tomás de Aquino generaron su pensamiento de guerra justa, recogiendo las discusiones doctrinales de las interpretaciones del mensaje cristiano, según el mandamiento del amor al enemigo, del perdón al que ofende, de condenas explicitas a la guerra y de hacer el bien para vencer al mal. En definitiva, intentaron conciliar la doctrina cristiana con la defensa del Imperio Romano que ya estaba en decadencia y que requería ser defendido de las invasiones de otros pueblos. San Agustín justificó la guerra como medio para conseguir la paz.
Para Santo Tomás, hay tres condiciones que se requieren para que una guerra sea justa: 1. La autoridad del príncipe, que sólo él puede declararla y convocar a la multitud a hacer la guerra. 2. Que la causa sea justa. 3. Que sea recta la intención de los combatientes, que se promueva el bien o se evite el mal. Dicho teólogo estableció como única causa justa, la injuria recibida y niega como causas justas las controversias religiosas, ensanchar el territorio, la gloria o el provecho del príncipe (que eran la mayoría de las razones por las que se libraba una guerra en su época). Modernamente, Francisco de Vitoria fue el precursor de la defensa de los derechos naturales, su principal aportación es que la guerra debe ser proporcional a la gravedad del delito. Y Grocio sentó las bases del derecho internacional, secularizó la noción de guerra justa. Para él, una guerra es justa si se entabla para alcanzar o establecer el fin natural del hombre, que es la paz o la vida social tranquila.
Después de la Primera Guerra mundial, 63 naciones ratificaron el Tratado para la renuncia de la guerra o Pacto Briand-Kellogg, en virtud del cual, la guerra dejaba de ser legítima como instrumento de política exterior. A pesar de ello, este tratado no evitó la Segunda Guerra Mundial. Con la creación de Naciones Unidas en 1945, la guerra volvió a ser considerada una actividad ilícita, solo aceptable en caso de legítima defensa. Pero, en actual conflicto judeo-palestino, estamos viendo lo ineficaz que se ha revelado la ONU para la resolución de los conflictos. Y Gandhi y otros autores pacifistas proponían explorar otras técnicas de resistencia no violentas para la solución de controversias, basándose en la creencia de que la guerra no produce los resultados esperados.
El primero en hablarnos con autoridad sobre la “guerra justa” fue Francisco de Vitoria, precursor del Derecho Internacional desde la Escuela de Salamanca, quien rechazaba presuntas, pero falsas, causas justas, de las que se alegaban en su época. Así, apostilla que no constituye en ningún caso una justa causa para la guerra el alegato de la «diversidad de religión», el «deseo de ensanchar el propio territorio» o la «gloria» y el «provecho particular del príncipe». Resumiendo, para Vitoria, las tres condiciones básicas de la guerra justa, son: «causa justa suficiente, autoridad legítima y recta intención». Con carácter general, la guerra debe tener como objetivo el bien público, pues «el fundamento que debe representar la guerra justa es la de reparar una injuria».
Como todos sabemos, Cervantes fue un hombre de letras, pero también lo fue de armas, como atestigua su paso por la batalla de Lepanto. Y aquí, nos encontramos con el Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha, o “Caballero de la triste figura”, de quien se nos dice por boca cervantina, que fue un hombre de letras y de armas, como atestigua esto último su paso por la batalla de Lepanto, y por eso medió entre una y otra teoría, dejándonos para la posteridad su equilibrada frase: “sin las letras no se podrían sustentar las armas, ya que la guerra también tiene sus leyes y las armas están sujeta a ellas, porque caen debajo de lo que son letras y los letrados”.
Como se sabe, en El Quijote se recoge un interesante discurso sobre el equilibrio que debe darse entre las armas y las letras, al igual que también en él se habla de la pobreza económica castrense, al calificar al soldado, como que, “no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca”; y ello, a pesar de que casi siempre la profesión militar exponga su vida en defensa de la paz y de la seguridad de la Nación, motivo por el que creo que debería tenérsele más en valor. No hay más que ver las numerosas misiones humanitarias y de paz que nuestro Ejército despliega por el mundo y, dentro de una sociedad internacional egocéntrica, mitómana, en la que predominan las mentiras compulsivas, los bulos intencionados, los enredos y las fakes news para descalificar a todo el que no piense igual. Por eso, el oficio castrense, el trabajo serio y riguroso, muy bien podría ser considerado como una reserva espiritual.
El mismo Don Quijote sufrió un arcabuzazo que le hirió su brazo izquierdo en la batalla naval de Lepanto. que, aunque a él le pareciera, “fea la herida, la tuvo por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo el rayo de la guerra”.
Las guerras modernas suelen estar basadas en valores ideológicos, económicos o estratégicos. Por eso, la filosofía y la teología llamada tomista, de Santo Tomás de Aquino, cobran una importante actualidad, no solamente considerando los fundamentos de la guerra justa. San Agustín también fue el creador de su versión doctrinal de la guerra justa defensiva basada en los principios cristianos, aunque retomada por él, adquiere la idea de una guerra santa ofensiva, que envuelve la tutela de la justicia y el honor de Dios. Y, a mi modo de ver, ningún “honor” debe estar más alejado de la voluntad de la Divina Providencia como la de hacer la guerra, ya que sus religiosos principios preconizan es que todos nos abracemos en paz y buena voluntad.
Precisamente, esa misma idea pacifista era la que predicaba otro hombre, tan radicalmente distinto a San Agustín en materia de religión, como fue el hindú Mahatma Gandhi, cuando nos dice: “No hay camino hacia la paz, la paz es el camino”. Con esta frase histórica, Gandhi sentenciaba uno de sus máximos valores por lo que aún hoy es recordado, casi al mismo nivel que la venerada Madre Teresa de Calcuta, que tanto bien hizo a la Humanidad por la paz, por los pobres, por los enfermos y por los desheredados.
Pienso que se puede luchar por cualquier ideal o causa pacífica desde cualquier religión, aun cuando, en mi caso concreto, me honre en pertenecer a la católica. Y, como civil que soy, creo que nunca, jamás, se debe recurrir a la violencia, bajo ningún motivo, ni por represalia, ni por venganza o rencor. Hay que anteponer la negociación y agotar hasta la más raquítica posibilidad para alcanzar una “entente cordiale” entre las partes en litigio. Lo que en modo alguno significa que siempre se deba dejar de hacer y dejar pasar. La paz y el orden exigen el restablecimiento de las situaciones perturbadas, a fin de asegurar el cumplimiento de la ley.
Pero, aun cuando no se tuviera más remedio ni otra solución final que la de embaucarse en cualquiera de las supuestas guerras justas que refiero, en todas las guerras, incluidas las que puedan calificarse de “justas”, se tienen que observar y respetar las reglas morales que tiendan a minimizar o paliar sus efectos perversos, tanto si son las que les impongan las propias normas nacionales como las internacionales. Y todas las guerras deben también ser “proporcionales” y jamás ensañarse con la parte contraria, que normalmente es la más débil, aun cuando se tratara de alguno de los casos de legítima defensa. La violencia, siempre engendra más violencia. Lo que en modo alguno significa que haya que hacer dejación de la legítima autoridad que pretenda mantener la ley y el orden que, en todo caso, deben prevalecer.
La primera justa causa para la guerra, según Francisco de Vitoria, sería la “legítima defensa”. Luego, Santo Tomás retoma la cuestión y llega a las mismas conclusiones, aunque algo matizada. Hay otra justa causa, que es el castigo para «vengar» una injuria o agresión recibida. la resistencia armada a la agresión suele conllevar, automáticamente, «castigo» al agresor hasta hacerle desistir, para que se produzca la disuasión. Entonces esas muertes son tolerables si se cumplen ciertas reglas. El propio Vitoria, abunda en que «es lícito repeler la fuerza con la fuerza», ya que, añade, «la ley evangélica no prohíbe nada que sea lícito por ley natural». Pero siempre que se mantenga la debida proporcionalidad, porque, como legítima defensa: «no es lícito castigar con la guerra por injurias leves a los autores de esas injurias, y así se entiende porque la calidad de la pena debe ser proporcional a la gravedad del delito». Si alguien pretende matar a una persona, esa misma persona, tiene el derecho legítimo, y hasta el deber, de defender su propia vida, porque de su vida puede depender no sólo su propia existencia, sino también la de su familia o la de otras personas inocentes y pacíficas.
Saltándome ahora las anteriores teorías, para centrarme en lo que creo debe ser el sentido común sobre la paz, la sensatez y la racionalidad, entre cuyos valores entiendo que vida necesariamente debe prevalecer sobre el de la muerte, pues, toda persona humana debe de nacer por ley natural totalmente libre y sin violencia, y que, igualmente, también todas las personas deben morir en razón de esa misma ley natural, pero nunca por violencia.
Pues, descendiendo ya a la vida real y efectiva, las actuales guerras de Ucrania y de Oriente Medio, que tantos miles de víctimas están dejando en los campos de batalla, en la de Ucrania, por haber sido los ucranianos injusta e ilegalmente invadidos, sin motivo alguno ni razón que mínimamente lo justificara y, aun disponiendo el agresor de tan desigual y mortífero potencial bélico. Y, en Oriente Medio, a pesar de haber sido antes bárbaramente agredidos los hebreos, ocasionándoles la muerte cruel de unas 1.500 víctimas, creo que la respuesta después dada por estos últimos a sus agresores palestinos, ya resulta de todo punto desproporcionada, toda vez que les han infligido hasta más de 42.000 muertos y millones de desplazados forzosos. Estas elevadas cifras, de ningún modo podrían reputarse como legítima defensa, sino como ilegítima agresión. La legítima defensa nunca puede serlo con tan asombrosa desproporción de muertos, destrucción, miseria, martirio y sufrimientos.
Traspasada tan ampliamente esa barrera moral, modestamente entiendo que tan mortíferos ataques diarios que causa tanto terror, sufrimientos y calamidades y desplazamiento de miles de niños, mujeres, mayores de avanzada edad, inválidos y demás personal indefenso y desprotegido, se convierte en guerra ilegal e injusta, por ser altamente desproporcionada. En la guerra justa, hasta el vencedor más poderoso debe ser magnánimo y un caballero en su trato con los vencidos, que ahí es donde se acrecienta su legitimación.