Los europeos de la Edad Media mantenían menos contactos con Oriente que los que el Imperio romano tuvo en su época; casi todos los enlaces directos con ese mundo lejano se habían cortado. La caída de los conquistadores mongoles supuso el desmoronamiento de las largas rutas terrestres, y sus sucesores, la dinastía Ming en China, cerró a los extranjeros las fronteras del país. El Islam había cercado a la Europa cristiana. Los otomanos habían entrado en Europa y habían cerrado las rutas terrestres. La dinastía de los mamelucos, de El Cairo, controlaba la riqueza de Oriente y comerciaba a través de Alejandría y Damasco a precios monopolísticos. “De los lugares exactos de procedencia de las especies y la seda, solo existían rumores quedos”. Marco Polo había viajado hasta esas tierras remotas siguiendo las rutas de la seda y había regresado en un junco chino cruzando el océano Índico. Su relato había sido lo más influyente que pervivía en Europa para conocer esos pueblos lejanos. Prácticamente todo el conocimiento europeo del que se disponía entonces sobre el resto del mundo era el mismo que existía unos doscientos años atrás.
Los mapas de la Antigüedad y de la Edad Media, pintados sobre tiras de papiros o de pergaminos, solían representar el mundo como un disco circular, rodeado por un océano. América no existía y los extremos de la tierra conocida se perdían en una barrera indescifrable de aguas oscuras. Ptolomeo, el geógrafo del mundo clásico que aún gozaba de gran influencia en esos tiempos, creía que el océano Índico estaba cerrado y no podía accederse a él en barco. Todas las imágenes que existían eran confusas.
Por entonces, Portugal, situada en el extremo exterior de Europa, parecía excluida del intercambio de ideas y de bienes comerciales que tenía lugar en el Mediterráneo durante los años previos al Renacimiento. Ciudades como Venecia o Génova, que comerciaban con las especias, la seda o las perlas, llegadas por la ruta islámica, eran objeto de envidia para los portugueses. Ellos solo tenían frente a sus costas el océano. Desde sus atalayas contemplaban la nada y sabían que todas las certezas sobre el mundo acababan ahí. En cuanto al África próxima, al sur, se desvanecía en las leyendas. Tanto su extensión como la distancia que existía hasta sus confines eran desconocidas.
Sin embargo, los portugueses aprovecharon bien su situación geográfica. Desde sus costas aprendieron a navegar, y se atrevieron a poner rumbo al mar abierto y a surcarlo, desafiando los secretos de los vientos atlánticos. Lograron convertirse en prodigiosos marinos y, al cabo de los años, los exploradores portugueses, sus misioneros, sus mercaderes y sus soldados, se dispersaron por todo el mundo.
El británico Roger Crowley, que ha dedicado la mayor parte de su obra a estudiar la historia del Mediterráneo, es el autor del libro “El Mar sin Fin”, dedicado ahora a estudiar las conquistas de los portugueses Vasco de Gama, Magallanes, Cabral o Alfonso de Albuquerque, que colonizaron el Atlántico, desembarcaron en las costas del Índico y “forjaron el primer imperio global de este mundo”. Después de haber dedicado sus libros anteriores - “Imperios del mar” (2013), “Constantinopla” (2015) y “Venecia. Ciudad de Fortuna” (2016) - a estudiar parte de la historia del Mediterráneo, en este nuevo libro se esfuerza en rastrear la crónica de ese imperio portugués a finales del siglo XV. El título del libro surge del poema Padrón, de Fernando Pessoa: Y al océano inmenso aunque posible / enseñan estas Quinas que aquí ves / que el mar con fin será griego o romano / pero que el mar sin fin es portugués.
Ceuta marcó el comienzo de la expansión portuguesa: fue el umbral que dio paso a un nuevo mundo”
Hijo de un oficial de la Marina británica, parece que Crowley le acompañó de joven en muchos de sus viajes. Pasó también parte de su infancia en Malta y vivió en Grecia y en Estambul, experiencias que han contribuido a que conociera directamente los majestuosos escenarios por los que discurren sus libros. Una semilla que fructificó en sus obras anteriores, convirtiéndole en un buen referente de la historia naval y en un estudioso de la historia del Mediterráneo. Ahora, se recrea para devolver a la vida a los exploradores portugueses
¿Y qué es lo que pinta Ceuta en esta procelosa historia? ¿Qué tiene que ver nuestra pequeña ciudad con ese imperio que Portugal estableció primero en la India y, luego, en China? ¿Qué aportó a esas travesías que finalmente cristalizarían en un intento de llegar a la India por mar? ¿Por qué acudieron los portugueses primero a Ceuta y luego redoblaron sus esfuerzos en torno a casi toda la costa africana hasta desplegarse en el Oriente?
El propio libro nos da una respuesta explícita a estas preguntas: En Ceuta, los portugueses entrevieron por primera vez las riquezas de África y de Oriente. Y más adelante: Tras la conquista de Ceuta, los portugueses comenzaron a emplear estos conocimientos para realizar viajes hacia el sur a lo largo de las costas de África, o bien, Ceuta marcó el comienzo de la expansión portuguesa: fue el umbral que dio paso a un nuevo mundo.
Todas estas frases tienen su justificación. Se afirma en el libro que Ceuta era uno de los bastiones estratégicos mejor fortificados de todo el Mediterráneo y que su captura dejó helada a Europa. Portugal, a principios del siglo xv era una de los reinos más pequeños de Europa; su población no ascendía a más de un millón de personas y sus reyes eran demasiado pobres para acuñar sus propias monedas de oro. Vivían de la pesca y de la agricultura de subsistencia. Pero si su pobreza era grande, también lo eran sus ambiciones.
La flota portuguesa que en 1415 tomó por asalto Ceuta perseguía una campaña “que aunaba el espíritu de la caballería medieval con las pasiones de una cruzada”
La flota portuguesa que en 1415 tomó por asalto Ceuta perseguía una campaña que aunaba el espíritu de la caballería medieval con las pasiones de una cruzada. Tres días de saqueo arrasaron el lugar. Un sorprendente golpe con el que se difundió entre los reinos europeos el anuncio de que el pequeño reino de Portugal confiaba en sí mismo, tenía vigor y había emprendido la marcha.
Ceuta era un lugar que estaba en el punto más extremo de las caravanas que transportaban y comerciaban con oro por el Sáhara desde el río Senegal y, además, era el depósito más occidental del comercio islámico de especias con las Indias. Del libro de Beily W. Diffie y George Winius, “Foundations of the Portuguese Empire, 1415-1580. (Minneapolis, 1977), recoge Crowley las impresiones que le causaron a un cronista portugués: Allí iban todos los mercaderes del mundo, de Etiopía, Alejandría, Siria, Berbería, Asiría (…) así como aquellos de Oriente que vivían al otro lado del río Éufrates, y de las Indias (…) y de muchas otras tierras que se encuentran más allá del eje y que no alcanzan a ver nuestros ojos. Los conquistadores portugueses si vieron con sus propios ojos los almacenes de pimienta, clavo, canela, y las lujosas viviendas de los comerciantes. “Nuestras modestas casas parecían pocilgas comparadas con las casas de Ceuta”, copia Crowley las palabras de un testigo citado por Barnaby Rogerson en “The Last Crusaders: East, West and the Battle for the Centre of the World” (Londres, 2010). De esa experiencia dedujeron los portugueses que tales riquezas podían obtenerse viajando “más allá del eje”, es decir, descendiendo por la costa africana y rodeando los territorios gobernados por los árabes: ese mundo islámico que se percibía como un obstáculo.
Aprendiendo de la conquista de Ceuta y perfeccionando las artes de la navegación en mar abierto, comenzaron desde allí a realizar viajes hacia el sur, a lo largo de la costa de África. Travesías que tenían por objetivo llegar a las Indias por mar. Cumplían un viejo sueño de la cristiandad militante: el de flanquear el islam, que bloqueaba la ruta a Jerusalén y el acceso a las riquezas de Oriente.
La campaña de Ceuta no solo fue el punto de partida de estos proyectos, sino que allí también fue donde los conquistadores portugueses conocieron por primera vez ese tipo de combate. Allí adquirieron la violencia reflejo que tanto asombraría a los pueblos del océano Índico y que conferiría a un pequeño grupo de invasores una enorme ventaja. Las campañas se alimentaron de un asentado odio al mundo islámico, incubado en las “cruzadas” que tuvieron lugar en el norte de África. Allí adoptaron su apetito marcial y su violencia extrema, pero también la firme voluntad de lanzarse hacia los límites del mundo conocido y su resistencia inquebrantable.
Se abrieron paso al sur a lo largo de la costa occidental africana, rodearon el cabo de Buena Esperanza y llegaron a la India en 1498; buscando el viento ligero para tomar rumbo al cabo de Buena Esperanza, dando un rodeo mayor, arribaron a Brasil en 1500; luego alcanzaron China en 1514 y Japón en 1543. El avance fue muy duro, parecía que África no tenía fin, los desembarcos eran traicioneros, los recibimientos llenos de inquietud; encontraron nieblas densas, calmas interminables y violentas tormentas ecuatoriales; también el escorbuto, la trasmisión de fiebres, enfermedades. Murieron en barcos que se fueron a pique, de malaria, por recibir un disparo de flechas envenenadas o debido al aislamiento, y dejaron sus pequeños pilares como talismanes contra el olvido.
El imperio que forjaron, en solo cuarenta años, se hundió en la historia y quedó eclipsado por la figura de Colón y del Imperio español. Es cierto que hubo una confrontación entre Portugal y España, pero como comenta Crowley en una entrevista “tanto Portugal como España tenían sus propias áreas de influencia. Al final la disputa entre los dos reinos acabó en la década de 1580, después de que en 1578 tanto los reyes como la mayor parte de la nobleza portuguesa pereciera en las batallas de Marruecos”.
Aunque las atrocidades y los excesos también forman parte del libro, que no esconde los abusos cometidos, destacando las luces y sombras habidas como en todos los imperios, es importante subrayar algunas de las consecuencias que fueron más positivas. En primer lugar, los avances en la navegación y las ideas que se dinamizaron con la concentración de astrónomos, científicos, cartógrafos y mercaderes que acudían a Portugal para conocer las últimas informaciones sobre los descubrimientos y para viajar en barcos portugueses para hacer observaciones. Todo el torbellino de cuentos, confusas imágenes, medias verdades, errores geográficos que empapaban la visión del mundo hasta esa época, dio paso a una apresurada carrera para descubrir un mundo que ya era esférico. En ese ambiente primigenio que se respiraba en Lisboa, se alumbraron las propuestas de Colón y un mundo más laico y plural.
El tratado de Tordesillas, producto de las negociaciones mantenidas entre las delegaciones de Portugal y de España, compuestas por políticos y científicos, marcó en 1492 un momento decisivo en el final de la edad Media. Lo que se acordó en Tordesillas privaba al papado de los derechos sobre el mundo. Las dos potencias ibéricas, a la vanguardia de la exploración geográfica, basaron los cálculos de esos derechos en la información que disponían los científicos y fueron definidos según intereses nacionales laicos. El mundo se convertía en un espacio político.
1-Roger Crowley. EL MAR sin FIN. Portugal y la forja del primer imperio global (1483-1515) Ático de los Libros. Barcelona, septiembre de 2018. 422 págs.
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