Domingo es el nombre de un pequeño pajarito amarillo que cantaba como los ángeles. Le dediqué un artículo el 6 de marzo de 2012 en estas mismas páginas, con motivo del fallecimiento de su amigo. Coincidió que era domingo. Ese día, el pequeño pajarillo estaba triste. Su amigo ya no estaba allí para cuidarlo y hablar con él. Casi no le sobrevive. Sólo el cariño y los cuidados de la mujer que había sido su compañera durante casi toda su vida, le hicieron volver a cantar. Pero el pasado domingo, el diminuto animalito, volvió a entristecer y de su garganta dejaron de salir los bellos sonidos a los que nos tenía acostumbrados. Por algún extraño y desconocido mecanismo de los sentidos, debió de percibir que a su cuidadora se le iba apagando la vida, de forma lenta, pero irreversible, en la habitación del hospital al que le habían trasladado para intentar rehabilitarla.
Nunca había estado tan cerca de una persona a la que poco a poco se le extingue la vida. Hasta pocos días antes, cuando le cambiaron de hospital, manteníamos la esperanza de que los rehabilitadores le ayudaran a volver a andar. Esta esperanza aumentaba conforme la veíamos hablar y comer con cierto apetito. Mucho más, cuando un médico psiquiatra, amigo desde la infancia, la visitó y charló con ella tranquilamente. Su pronóstico fue muy positivo, al ver su estado de ánimo y, también, que dada su avanzada edad, el cáncer seguía localizado y no había progresado con la rapidez habitual. Ella sólo le decía que le temía mucho a la noche, y a los tranquilizantes, porque si se dormía pensaba que no iba a despertar. Parecía que las palabras y los razonamientos de mi amigo le dieron cierta tranquilidad. También a nosotros.
Pero al día siguiente, su estado de salud empezó a complicarse de forma inesperada para todos. Los dolores se hicieron más intensos. El aparato digestivo realizaba sus funciones con dificultad. El brazo en el que estaba localizado el tumor, se le hinchó alarmantemente. La insuficiencia renal, síntoma claro de que el corazón ya no bombea la sangre con la fuerza suficiente como para que pueda atravesar el filtro del riñón, también se hizo patente. Fueron necesarias dosis de sedantes más intensas, para evitar el sufrimiento innecesario. Y esto le hizo entrar en un profundo sueño, solo interrumpido por breves instantes, cuando el dolor aparecía nuevamente.
En uno de estos momentos en los que despertó, apenas unos segundos, nos pidió que le ayudásemos. No sabemos a qué. También nos dijo que aguantaría todo lo que pudiera, antes de emprender su último viaje para toda la eternidad. Y ya no se volvió a despertar. Sólo dormía y respiraba con dificultad.
La última noche que pasé en el hospital acompañándola, fue relativamente tranquila, hasta que hacia la mitad de la misma, comenzó a quejarse con fuerza y a moverse con violencia. En ese momento me acerqué a ella, le cogí las manos y le susurré al oído que yo estaba allí. Esto parece que le relajó algo, aunque no lo suficiente como para calmarle el intenso dolor que su débil cuerpo soportaba. Entonces acudió una joven enfermera, con unos preciosos ojos grandes y azules, que le aplicó un calmante y me pidió que le avisara si no le hacía el efecto deseado. Siguió lamentándose. Yo sufría intensamente, ante la impotencia de no poder ayudarle de ninguna forma. Sólo se me ocurría seguir acariciándole las manos y la cara, para que ella sintiera el calor de un ser querido. Nuevamente apareció la joven enfermera, que me dijo que se le partía el corazón de verla sufrir tanto. Le aplicó una sedación aún más fuerte, que finalmente hizo efecto.
Al día siguiente, el médico nos comunizó que no había solución a su estado. Que sólo podían intentar paliar su dolor y evitar, en la medida de lo posible, el sufrimiento. Pero que el desenlace final era inevitable. Era cuestión de horas. Con todo, aguantó el día y la noche siguientes, aunque cada vez era más patente la pérdida de fuerza en su respiración. Esa noche me fui a descansar varias horas y les prometí que volvería temprano para sustituir al familiar que le cuidaba. Algo me decía que se acercaba el final. En el trayecto hasta el hospital, no dejaba de tener recuerdos de los maravillosos momentos que había pasado con mi madre. También de lo que había tenido que sufrir, junto a mi padre, lejos de sus hijos y de su tierra, para darnos un futuro mejor. Cuando llegué y me quedé a solas con ella, al darme cuenta de que su respiración apenas era ya perceptible, solo me dio tiempo a acariciarla. Estoy seguro que ella se dio cuenta, pese a su intenso sueño. Salí un momento de la habitación y cuando volví a entrar, ya no respiraba. Los doctores certificaron su fallecimiento. El día anterior, cuando ella ya había entrado en su fase final, Domingo, el pequeño cantor, falleció. Pero nos había dicho que aguantaría todo lo que pudiese. Creo firmemente que esperó hasta que yo pude volver a su lado.
Durante estos días de dolor he reflexionado bastante para intentar racionalizar la situación. He encontrado un gran consuelo en un libro del doctor Fuster, que me regalaron en Navidad, “La ciencia de la larga vida”. En él hace un brillante recorrido por las investigaciones científicas más prestigiosas sobre los secretos del envejecimiento y los mecanismos para llegar a él de la forma más saludable posible. De todo, me quedo con unas sencillas frases, a la vez que profundas y cargadas de esperanza: “…en todo ecosistema los seres vivos deben morir para dejar paso a los que nacen. Así es como funciona la naturaleza…Un tratamiento ideal contra el envejecimiento podría aspirar a conservarnos siempre igual, como Dorian Gray en la novela de Oscar Wilde…Pero es una estrategia destinada al fracaso y a la frustración. Porque la vida es movimiento, un proceso de cambio permanente. Detener el cambio equivaldría a detener la vida”.
No sé dónde estará mi madre en este momento. Conforme a sus creencias, será en un lugar maravilloso, junto a mi padre, y a su pajarillo cantor, Domingo, desde el que nos estarán contemplando y ayudando. De ser así, ambos estarán gozando de ver a su familia que los recuerda con admiración y cariño. Descansad en paz.