El pasado mes de febrero escribía un artículo en estas mismas páginas titulado “Democracia incompleta”, en el que me refería al libro de Michael J. Sandel, “La tiranía del mérito”, sobre el que resalté algunas reflexiones del autor que consideraba de interés. Sin embargo, tras una lectura más sosegada y profunda del mismo, en unas fechas veraniegas favorables a este tipo de actividades, entiendo que sería de mucha utilidad tener en cuenta muchas de sus consideraciones de cara a abordar el inminente curso político, que promete ser apasionante.
Lo que hace el profesor Sandel, Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales de 2018, es recordarnos que algunos de los problemas políticos en boga no son más que la consecuencia de haber olvidado los orígenes y principios de muchas de las doctrinas sociales de las que se nutrieron la mayoría de los partidos políticos de la actualidad. Fundamentalmente los de tendencia socialdemócrata. “…Corren tiempos peligrosos para la democracia. Puede apreciarse dicha amenaza en el crecimiento de la xenofobia y del apoyo popular a figuras autocráticas que ponen a prueba los límites de las normas democráticas. Estas tendencias son preocupantes ya de por sí, pero igual de alarmante es el hecho de que los partidos y los políticos tradicionales comprendan tan poco y tan mal el descontento que está agitando las aguas de la política en todo el mundo”.
Sin embargo, continúa explicando el autor, no ver más que la faceta de intolerancia y fanatismo que encierra la protesta populista, o no interpretarla más que como una queja económica, es un error. Si alguna esperanza tienen estos partidos de recuperar el apoyo popular, es replanteándose su misión y su sentido, pues como nos decía años atrás el sociólogo británico del Partido Laborista, Michael Young en 1958, “vivir en una sociedad que da tanta importancia al mérito, cuando te juzgan carente de mérito alguno, es muy difícil”. Y es que, continúa, “asignar trabajos y oportunidades en función del mérito no reduce la desigualdad, sino que solo la reorganiza alineándola con la actitud”. Pero “esta reorganización genera la suposición de que las personas tienen lo que se merecen, y ese es un supuesto que ensancha la brecha entre ricos y pobres”.
El problema fundamental es que en las sociedades actuales, la supuesta igualdad de oportunidades sirve para tener éxito, que muchos creen que ganamos con nuestro propio esfuerzo y afán. En este sentido, el éxito sería una señal de virtud. La riqueza, algo que se ganan merecidamente los que han tenido éxito. Sin embargo, también tiene un reverso oscuro, pues, de la misma forma, el fracaso sería algo “merecido” por los perdedores. Algo que debería achacarse a la estructura social o al poder de una clase sobre otra, nos lo endosamos a nosotros mismos. Por tanto, con este tipo de pensamiento, está totalmente desactivada la lucha social y el campo abonado para el triunfo de los populismos, a los que siguen y ayudan a triunfar esa amplia masa amorfa, que no ha sido capaz de tener éxito en la sociedad, y que no alcanza a analizar ni a ver las auténticas causas de las desigualdades. Esta lógica del mérito y el ascenso social es corrosiva para la comunidad.
En uno de los pasajes del libro, el autor se pregunta si se puede triunfar poniendo empeño en ello. La respuesta cae por su propio peso: “Cuando el uno por ciento más rico de la población absorbe más renta que todo el cincuenta por ciento más pobre, cuando la mediana de renta lleva cuarenta años estancada, la idea de que el esfuerzo y el trabajo duro de una persona pueden llevarla muy alto empieza a sonar a eso, a hueco”. Piketty considera que la transformación de las formaciones de izquierda de partidos de los trabajadores en partidos de las élites intelectuales y profesionales puede ser la explicación de por qué no han dado respuesta a la desigualdad en aumento de las últimas décadas.
Lo que reivindica Sandel es restablecer la dignidad del trabajo, ante el aumento de la desigualdad y el agravamiento del resentimiento de la clase trabajadora. Explica que el contraste entre la identidad de una persona como consumidora y su identidad como productora nos señala dos maneras diferentes de concebir el bien común. Tanto Adam Smith, como Keynes, sostenían que el consumo era el único objetivo y fin de la actividad económica. Esto lleva a una economía política preocupada solamente por la magnitud y distribución del PIB, que socaba la dignidad del trabajo y conduce a un empobrecimiento de la vida cívica. Es lo que, a su forma, sostenía Aristóteles al argumentar que el florecimiento humano depende de que llevemos a efecto nuestra naturaleza mediante el cultivo y el ejercicio de nuestras capacidades. Y también lo entendió así Robert F. Kennedy, cuando manifestaba que los valores esenciales de nuestra civilización no se originan tan solo comprando y consumiendo bienes juntos.
La pandemia de 2020 ha conducido a muchos a reflexionar en la importancia de las tareas realizadas por cajeros, repartidores, cuidadores y otros trabajadores esenciales, pero mal remunerados. Esto favorece un renovado debate, nos dice Sandel, sobre la dignidad del trabajo, que trastocaría y vigorizaría nuestro discurso político y nos conduciría más allá de la polarizada contienda política, que sigue pensando en el mercado y en la soberbia de la meritocracia. La opción al nocivo cultivo del “ascenso social” y la “meritocracia” sería una “amplia igualdad de condiciones que permita que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio, lleven vidas dignas y decentes, desarrollando y poniendo en práctica sus capacidades en un trabajo que goce de estima social compartiendo una cultura del aprendizaje extendida y deliberando con sus conciudadanos sobre los asuntos públicos”.
Acaba Sandel su libro recordando que el mérito comenzó siendo la empoderadora idea de que con trabajo y fe, podemos inclinar en nuestro favor la “gracia de Dios”. Sin embargo, este ideal de libertad nos aleja de las obligaciones de un proyecto democrático compartido, pues, si el bien común consiste simplemente en maximizar el bienestar de los consumidores, entonces lograr una igualdad de condiciones es algo que, en último término, carece de importancia. Ser muy conscientes del carácter contingente de la vida que nos ha tocado en suerte puede inspirar en nosotros cierta humildad, que será el punto de partida del camino de vuelta desde la dura ética del éxito que hoy nos separa, hacia una vida pública con menos rencores y más generosidad.
Creo que aprender de estas reflexiones sería algo positivo para nuestra sociedad, pues la democracia no será posible sin buscar el Bien Común.