Quién nos iba a decir a algunos hace no muchos años que defender la Constitución llegaría a ser un acto casi revolucionario. O que una “comunista” declarada como Yolanda Díaz, iba a visitar de forma oficial al Papa. Todo esto ocurre en una fría semana de diciembre en la que, además, algunos buenos amigos que dejé en Navarra, tras mi fugaz trabajo allí, lo están pasando bastante mal en estos días, a consecuencia de las intensas lluvias y el desbordamiento del río Arga, que ha dejado las calles de la Rochapea irreconocibles e intransitables.
Esopo, en el siglo I a.C nos decía que “la maldad no se deja amaestrar, aunque se le prodiguen muchos cuidados”. Esto lo hacía en el contexto de una de sus fábulas, la de “la gallina y la golondrina”, que narra cómo una gallina, que encontró unos huevos de serpiente, los incubó cuidadosamente, pese a las advertencias de la golondrina de que cuando crecieran comenzarían por hacerle daño a ella misma.
De la misma forma, en el lenguaje incendiario de la derecha y la extrema derecha actual de nuestro país, no cabe otra cosa que no sea obtener sus objetivos, a cualquier precio. Aunque sea mancillando la propia Constitución. Es lo que hacen al lanzar discursos de odio contra todos y contra todo. Fundamentalmente contra los más débiles, pese a que estén protegidos por nuestro Estado de Derecho y, por tanto, por nuestra Constitución. Por esto digo que defender la Constitución en estos momentos es casi revolucionario, pues supone luchar contra el fascismo.
Respecto a Yolanda Díaz, sin conocerla personalmente, me une a su persona la camaradería propia de los que hemos dedicado tiempo, como ella, a ser abogados laboralistas al servicio del principal sindicato del país y, por tanto, a defender a los más desfavorecidos. Entre otros, a muchos emigrantes que la extrema derecha desprecia y ofende miserablemente. O a los que por su condición sexual, o simplemente por ser mujeres, eran violentadas en sus derechos. O a los menores, muchos extranjeros, a los que no se les respetaba su mínima dignidad en los centros de reclusión.
Su temple a la hora de responder a estos politiquillos aficionados, dándoles datos que los dejan sin palabras, me hace sentirme orgulloso de apoyar a este gobierno progresista de coalición. Entre el artículo que un desnortado Fernando Savater le dedicaba en el País, “Otras” y el que escribe un joven y lúcido anciano de noventa años, Luciano G. Egido, en la Revista Contexto, “Retrato”, me quedo con este último, pues lucidez es lo que hay que reclamar al filósofo, y es lo que le está faltando cada vez más al que hasta hace poco era uno de mis favoritos. Ya no.
Como he escrito en alguna otra ocasión en estas mismas páginas, las relaciones entre el Derecho y el Poder han constituido una preocupación constante de las distintas doctrinas y corrientes de pensamiento filosófico y social a lo largo de la historia de la humanidad, desde los sofistas griegos, hasta los estoicos, que construyeron una doctrina de la ley que sirvió de apoyo para el pensamiento cristiano.
Más cercanos en el tiempo, cuando el poder de la razón se situó por encima de cualquier otra actividad, nos encontramos a Tomás Hobbes entre los defensores del poder absoluto, del Estado como Leviatán; a John Locke que fundamentó el liberalismo y defendió, por tanto, la necesidad de que el Estado no violara los derechos naturales del individuo, iniciando la doctrina de la separación de poderes, que más adelante completaría Montesquieu; o a J.J.Rousseau, que sentó las bases de la moderna democracia.
En la actualidad, la forma de legitimación del poder político más generalizada, como Max Weber definió, es la denominada "legitimación legal", según la cual el poder político subsiste gracias a la transferencia que de la potestad de mando hacen los miembros de la sociedad a un centro de decisión único, con lo que la propia sociedad es siempre el titular último del dominio y los órganos que lo ejercen.
Siguiendo con este razonamiento, el fundamento del Estado Democrático y de Derecho está en el poder que transfiere el pueblo, en las normas que le hacen funcionar y en la separación de poderes. Podemos estar en desacuerdo con ciertas leyes. También con determinadas actuaciones judiciales. De hecho, en el mundo jurídico en el que me he movido profesionalmente algunos años se decía que para ganar una sentencia se debía tener razón, saber explicarla y que los jueces te la dieran. Incluso podemos estar en desacuerdo con las esencias mismas de la Democracia y pensar que la única solución para cambiar las cosas es hacer una Revolución. Todo esto es lícito. Pero si aceptamos las reglas del juego democrático, aunque solo sea por puro posibilismo, hemos de respetar las leyes y las resoluciones judiciales que se producen, aunque no estemos de acuerdo con ellas. Y a partir de ahí, iniciar las acciones que consideremos oportunas, dentro de la legalidad, para que las mismas se cambien.
En el caso que nos ocupa, justamente comportamientos irresponsables, bajo mi punto de vista, son los que están llevando al mundo a dotarse de gobiernos de extrema derecha, xenófobos, supremacistas y antidemocráticos. Sorprendentemente, partidos que no admiten la democracia, son los que se están sirviendo de ella para hacerse con el poder, violentar sus normas, y los Tratados internacionales sobre Derechos Humanos. La subida de los nazis al poder en el siglo pasado es el precedente más cercano y terrible del que deberíamos acordarnos.
Por todo esto, apoyo nuestra Constitución, aunque sea partidario de reformarla en algunos aspectos. También apruebo muchas de las palabras y acciones del actual Papa Francisco, aunque no sea practicante de la religión cristiana, y casi tampoco creyente. Y, lógicamente, me parece muy bien que nuestra ministra de trabajo Yolanda Díaz, lo visite.
Sirva este artículo como un pequeño homenaje, aunque algo tardío, a nuestra Constitución, cuyo día se celebró esta semana; como reconocimiento a una ministra honrada y trabajadora, Yolanda Díaz, que ha conseguido, junto a los demás miembros del gobierno, que miles de trabajadores no se quedaran desamparados en lo más duro de la pandemia; y como testimonio escrito de apoyo a un gobierno progresista de coalición que, pese a las tremendas dificultades por las que está pasando, está consiguiendo que salgamos de esta crisis de la forma más digna e igualitaria posible.