Casi no me ha dado tiempo a terminar de escribir este artículo para que entrara en la edición de este domingo. Hay una razón importante. El pasado viernes era mi último día en activo, laboralmente hablando. El sábado, el primer día como no activo, es decir, como pensionista. Quizás hace unos años no hubiera dado importancia a estas fechas. Pero, llegado el momento, experimentar el tránsito desde una situación en plena actividad laboral, a otra en la que se supone que pasas a un contexto de tranquilidad y sosiego, no me lo podía perder. En otras palabras. Celebré el último día de actividad laboral con algunos amigos de mi edad. Y también he celebrado mi primer día de pensionista con mis seres más queridos. En resumen, que tanta “actividad”, contradictoria con la supuesta “tranquilidad y sosiego” a la que llegaba, me ha hecho descuidar mi compromiso con mis lectores. Podría haberme disculpado y dejado el contar esta experiencia para la próxima semana, pero no me resisto a hacerlo en el mismo momento.
El último día de mi vida laboral, administrativamente hablando, tenía unos intereses totalmente distintos a los que tengo el primer día de pensionista. Es lo que quiero contar. Para entenderlo ayudaría mucho que se leyera mi artículo de hace varias semanas en este ismo medio titulado “Mis primeros 65 años”. Así, en las circunstancias de activo, lo que más me interesaba era que mi cotización a la Seguridad Social no fuera muy alta y que mis impuestos tampoco subieran mucho. También, que mi salario se incrementara algo. Este interés, además de por una razón natural, se reforzaba a consecuencia de los elevados niveles de inflación, causados por el incremento del precio de la energía, la factura de la electricidad y el precio de los alimentos. Ya sabemos que ha habido una pandemia, una menor actividad económica a consecuencia de ella, una guerra provocada por un dictador, Putin, y una situación de hartazgo generalizado de tanta restricción y desgracia.
Pese a ello, decidí celebrarlo con mis amigos. Nada mejor para ello que reunirse en la barra de un bar, tomar unas cervezas y unos vinos, acompañados de unas buenas tapas, y dedicarse a recordar los viejos tiempo. Cuando nos juntábamos y organizábamos guateques y fiestas con las amigas. Bebíamos y comíamos. Contábamos historias y experiencias. Y realizábamos nuestros primeros actos de rebeldía. Melena, pantalones acampanados, cepillos de púas en el bolsillo trasero del vaquero para peinarte la melena. ¡Que años aquellos! El único pero fue cuando uno de los amigos, en una broma macabra, y con una sonrisa entre socarrona y malévola, nos dijo que algunos de sus conocidos no habían llegado a cobrar su primera pensión porque habían fallecido. Todos tocábamos madera para conjurar el inocente maleficio de nuestro amigo, ya algo tocado por el vino.
El último día de mi vida laboral, administrativamente hablando, tenía unos intereses totalmente distintos a los que tengo el primer día de pensionista
Hecho esto, y otras cosas que no voy a contar, llegó la noche. Al contrario de otros días, que estoy dormido temprano, para así atender nuestra actividad en la panadería familiar, no podía conciliar el sueño. Parecía como que quería apurar los últimos minutos que me quedaban como parte de la población activa de nuestro país. La que contribuye al desarrollo económico. La que pagas sus cuotas a la Seguridad Social para que otros puedan cobrar sus pensiones. Y así me dieron las doce. Y a las doce y un segundo. De pronto caí en la cuenta de que ya había transitado a otra situación. Ya era uno más de los que percibían sus pensiones, financiadas con las cotizaciones de los que seguían en activo. Y todo transcurrió en un segundo, que me dejó pensando y reflexionando bastante tiempo más.
Logré conciliar el sueño. A la mañana siguiente, ya en mi nueva situación, no acababa de hacerme a la idea de lo que ello suponía. Por esto no lograba la concentración suficiente para contar la experiencia. Se sumó a esto un pequeño contratiempo, a consecuencia del fallecimiento repentino de un buen vecino del municipio. Algunos años menor que yo. Trabajador incansable y mejor persona. La última relación que tuve con él fue comprándole unas cajas de unas exquisitas cerezas, la fruta del amor, dicen. Estuve en su velatorio, y acompañé a su familia para darle el último adiós. Una tragedia, solo remediada por la magnífica homilía del párroco del pueblo, también filósofo, que nos recordó que el amor y las buenas obras trascienden más allá de la muerte. Finalizado el sepelio, le propuse a mi esposa, compañera y amiga, que nos fuéramos a comer al restaurante de nuestro compañero, también amigo del finado. Y así lo hicimos.
Cuando todo esto acababa, no podía resistirme a contar la historia y compartirla con mis lectores. ¿Y cuál es mi sensación en esta nueva situación? Pues que todo sigue igual, desde el punto de vista de la actividad intelectual y física, aunque en otro nivel. Pero también que los intereses son algo distintos a los de ayer. Ahora, lo que me interesa es que la Seguridad Social tenga fondos suficientes para poder abonarme mi pensión sin problemas. Para ello, lo que ha de ocurrir es que los trabajadores cotizantes tengan unos buenos salarios, que permitan cotizar unas cantidades suficientes para la solvencia de todo el sistema. Es esta forma, no solo podremos cobrar nuestras pensiones, sino que también podremos tener un buen sistema de ayuda cuando no podamos valernos por nosotros mismos y un buen sistema sanitario. Y también es necesario que el sistema impositivo sea justo. Es decir, que permita que los que menos tienen, perciban más, y los que más tienen, paguen más. Es un viejo principio socialista, que es la base y fundamento de las democracias modernas y del Estado de Bienestar.
En mi nueva situación, que seguirá siendo activa desde el punto de vista intelectual, es evidente que la situación económica y la actividad laboral serán fundamentales para que pueda tener una vejez tranquila, después de bastantes años de trabajo. No creo que esto sea pedir mucho. Simplemente se trata de sentido común y de justicia social.