Categorías: Opinión

Capullos colectivos

Cuando llueve, en los pasos de peatones, rostros anónimos con la ventanilla subida, nos ignoran, para sobrepasarnos, a pura embestida. En el Congreso, los que elegimos, por un determinado programa político, amparados en mayorías deseosas de cambio, de prosperidad y futuro, nos voltean la tortilla, esfuman nuestras esperanzas y nos condenan al retroceso, en años, de derechos sociales, sin que podamos hacer nada. Nos niegan los préstamos, los banqueros, si no tenemos un paraguas monetario que nos sostenga, una nómina que codician, un contrato ¿fijo?, cuando ya nada es fijo, sino las deudas y su subida de intereses, ante el impago. Nos dijeron que nos contratarían en nuestra empresa multipoderosa y firmamos contratos, con lágrimas en los ojos, porque pensábamos que podríamos pagar las hipotecas y dar estudios a nuestros hijos, pero Hollywood se ha convertido en Bollywood y Blancanieves se ha escapado con el leñador de Caperucita, porque el príncipe le ha salido rana.                                                       
Ya nada se salva, nadie, institucionalmente hablando y portadas de revistas del corazón se han convertido en material de propaganda de casas reales, con princesas de cuento de hada, vagando por mercadillos, fiestas populares, bolso en mano y niños a cuestas, para distraer de tanto fango nobiliario. La gente está muy harta, cansados y con prozac hasta en los ojales de las camisas desabrochadas y necesita gritar… Lo necesitan los yayoflautas, los de las hipotecas y los que han perdido un lugar después de pagarlo más de diez años.                                                                                                                         
La gente esta hastiada, vencida, dominada y quieta, porque no quieren saltar, no quieren a Pyongyang, ni sus amenazas, quieren solo una cosa, que es muy difícil de conseguir, que el tiempo dé vuelta atrás y que nada de esto hubiera pasado, pero como es imposible se dedican a chillar y empieza la saeta de nuevo.                     
Cuando el del paso de peatones me moja por la mañana, con las botas hasta arriba, con mis niños de la mano y me deja el cuerpo desabrido, tembloroso, con cara de cuatro palmos , mientras él pone la música más fuerte, para no oír que me acuerdo de su madre, le digo lo que me sale de la boca, a gritos destemplados. Se lo digo, aunque me miren los demás transeúntes, que incluso asienten con la cabeza. Lo digo, hasta que Ángel, un vecino que me conoce, cabecea, diciendo, “tenga cuidado señora que un día, uno de éstos , hasta la atropellan”.                                                                                      
Cuando a alguien le quitan su casa quiere gritar, quiere saltar, incluso saltar del balcón de su casa, incluso tirarse o ahorcarse en ella. Cuando a un abuelo de setenta le roban todo su dinero y se ríen con tres palmos de narices en su cara, acude al Congreso, a los que ha votado  y  le echan,  porque parece que los de los bancos tienen venia sagrada para hacer lo que quieren, y es entonces cuando la gente se mosquea y entonces se le hinchan las venas del cuello, de pura impotencia.                                                                 
Luego vienen los políticos, los intereses creados, las páginas de los panfletos y las buena intenciones que narró tan bien Max Aub y todo se convierte en lodazal, los abuelos son asesinos psicópatas y los que gritan, energúmenos que van a  matar a los niños de los políticos.                                                                                                                   
Que hay mucho capullos suelto entre las colectividades es cierto, y que los del escrache tienen en sus filas gente interesada, que busca afilar el punzón para sacar tajada, también, pero en todas las colectividades los hay, no se engañen, gente que suelta parrafadas y se queda tan tranquila, gente que deja que los demás se queden al raso y se va a otro trabajo, a  otro exilio dorado o a su chalet de Matalascañas a pasar el fin de semana, tan tranquilo. Los capullos son hijos de las mariposas que un día fueron, alas vistosas que engañar a incautos que creyeron en su brillo eterno, pero pronto emigrarán para crear colonia y nos dejarán con la mesa puesta, sin comida en ella, sin casa, sin ahorros, lamentándonos por no poder gritar, porque hasta las cuerdas vocales nos habrán cortado.

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