Cultura reitera el fallo y organiza la Gala Flamenca en un Teatro Auditorio semivacío, que vio, sin embargo, a unos artistas comprometidos y de nivel
El flamenco no es lo mismo sin que el ambiente huela a vino peleón y figuras infinitas de humo nublen la mirada. En cierto modo, pierde esencia y el encanto aminora. Tampoco ayuda que la liturgia ya no se vea envuelta en el jodido cante ‘a vida o muerte’, pulso tan taurino, además. Hoy, todo eso es otra cosa y la música popular española por antonomasia, parece más bien un baile de salón o un deporte que lo que fue o apenas es.
Pero el sentido apenas se mantiene cuando una gala flamenca, como la de anoche en el Teatro Auditorio del Revellín, se celebra en un gigantesco espacio y ante no más de cien personas: sucede entonces que la hoguera de los sentimientos, el calor del quejío, el incendio en la garganta, son sólo nieve, un mero congelador.
De tal manera, y pese a la calidad de los artistas, el desarrollo de la ‘Gala Flamenca 2015. 44 años de historia’, evento presentado por la Tertulia Flamenca de Ceuta en colaboración con la Consejería de Cultura, resultó frío y forzado, un borrón del que debiera tomar buena nota más la Ciudad que la Tertulia, máxime por no ser la primera vez que ocurre, ¿pues acaso un lugar más recogido, acogedor y flamenco, precisamente, no sería más acorde con este tipo de evento y para honra de su público?
Sea como fuere, al cante Manuela Cordero, venida de Sevilla; Ana Fargas, llegada desde Málaga; Margary Meléndez; y Miguel Rovira, ambos de Ceuta; y al toque, Paco Jimeno y Antonio Carrión, estuvieron magníficos y cada uno de ellos haciendo gala de personalidad, estilo y categoría. Por tal motivo, muy merecida, atronó una ovación del poco respetable que acudió a disfrutar del flamenco, de ese flamenco que ayer extrañó la voz de José Escobedo, presidente de la Tertulia, quien hizo de presentador –perfecto anfitrión– y no de cantaor.
Como anécdota, el fallo que imposibilitó que, en la primera ocasión, las bailarinas de la Escuela de Danza María José Lesmes pudieran desplegar su arte sobre las tablas del Revellín, pues la música que debía guiar cada paso no sonó, contratiempo que, no obstante, no se ha de achacar en ningún caso a la propia Escuela. Es más: las bailarinas se llevaron un merecido aplauso por salir de la situación con tanta elegancia como naturalidad.
Fue entonces el momento en que la improvisación, tan dada en el buen flamenco de taberna, salió a escena y los artistas regalaron una pieza tras otra, todas ellas hermosas y bien resueltas, pero, también, envueltas en ese halo frío propio de los escenarios grandes y casi desiertos.