La luz del cuarto ha dejado de importarme y sé que aún no ha cerrado sus ojos rasgados y aceitunos la noche.
¿Cuántos litios gasta por minuto cada vez que la apago? ni siquiera me importa.
Cada vez se queda más tiempo encendida, atravesando el pasillo colgándose como una turista cortina de las paredes blancas que visitan la pared derecha de mi dormitorio que mira a mi cara y mi cama, donde ambas intentan dormir todos estos pasados días que tienen sueño con retraso.
Una luz permanente se queda durante toda la noche despierta, para alumbrar aquello que mi consciencia quiere hacer realidad en mi subconsciente; olvidándose de los cuadros que guardé ya no sé donde ni en qué parte y de las lámparas que ya han perdido varias bombillas en trasteros y favores de paso.
Esa luz que necesitamos todos alguna vez que entre y brille para nosotros sin que acabe perdiendo su brillo; capaz de cegar y encender la vista a un ciego, capaz de apagar a todas esas luces que prenden a medias y sobreviven por la oscuridad.
La sombra es sólo una forma de todas en las que se asoma, donde se mira el cuerpo, la verdadera luz que te alumbr.