En agosto vuelven a tener protagonismo las cabañuelas, sobre todo en el sur de España, como premonitoras del tiempo climatológico que regirá el próximo año. Aventurar las previsiones meteorológicas es una antigua vocación del ser humano. En la actualidad contamos con adelantados instrumentos y modelos matemáticos, pero permanecen multitud de tradiciones o costumbres de variada índole.
El DRAE, define almanaque, de forma genérica, como: “Registro o catálogo que comprende todos los días del año, distribuidos por meses, con datos astronómicos y noticias relativas a celebraciones y festividades religiosas y civiles”. Frecuentemente se le conoce como calendario, e incluso, aunque prácticamente no se utiliza, como piscator.
En el hombre convertido en sedentario y agricultor, aumentó sobremanera la necesidad de conocer la evolución de las condiciones climáticas. Los conocimientos se recogieron en piedra, arcilla, madera y posteriormente en papiros. Los egipcios y el Parapegma griego, son antecedentes de los almanaques en las predicciones.
En Europa, partir del siglo XII los almanaques se plasmaron en pergaminos. La invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, permitió una difusión generalizada. En España, el astrólogo judío Abraham Zacuto, exiliado en Portugal, tras la expulsión de 1492, publicó el primer almanaque así denominado–Almanach Perpetuum– en 1496. El cosmógrafo de Felipe II, Rodrigo Camorano recogió, en sus escritos de 1585, la importancia de los almanaques.
El almanaque con pronósticos meteorológicos, en honor del astrólogo milanés, titulado Piscatore Sarrabal, en el siglo XVII, tuvo una gran difusión. En España se publicó la traducción del milanés en 1698. Diego Torres Villarroel empezó a publicar su Ramillete de los astros, en 1718 y continuó con los almanaques con tal éxito que se le conoció como Gran Piscator de Salamanca.
Los almanaques constituyeron un instrumento no oficial de educación, ya que estaban escritos en un lenguaje muy sencillo y asequible que podía transmitirse oralmente. Son parte de la llamada literatura de cordel– se anunciaba colgada de un hilo en los puntos de venta– y también se vendían ambulantemente por las calles. Contenían un abigarrado abanico de materias, como santoral, salud, tradiciones, moral, educación, consejos para la agricultura y la ganadería y sobre todo–por lo referente al objetivo del presente artículo– pronósticos meteorológicos y astronómicos.
Se comercializaban en España, en el siglo XVIII, más de cincuenta almanaques. Carlos III en febrero de 1767, en Real Cédula– acusándoles de literatura no formativa– prohibió la edición de almanaques y piscatores. En 1972, el Observatorio de Marina de San Fernando (Cádiz) inició el Almanaque Náutico– que continúa publicándose en la actualidad– importante instrumento científico para la navegación astronómica. Fernando VII, en 1814, incidió en la prohibición de publicaciones y almanaques, con la salvedad del citado Almanaque Náutico.
La restricción informativa continuó hasta Isabel II. Tras una agitada discusión en las Cortes, se aprobó, el 28 de noviembre de 1855, la ley que autorizaba la libertad de confección e impresión de calendarios. A los pocos días, varios escritores y dibujantes confeccionaron el llamado almanaque ilustrado para 1856, con 200 páginas y un nuevo estilo, seguidamente imitado. Hacia 1880 se publicaban anualmente entre 200 y 300 almanaques ilustrados diferentes, que incluían dibujos, poemas, noticias e incluso novelitas cortas.
Los almanaques también tuvieron éxito en Latino y Norteamérica. El propio Benjamín Franklin publicó de 1732 a 1758 – un cuarto de siglo– su Almanaque del pobre Richard, de gran aceptación por los colonos que conquistaban el oeste, alcanzando una tirada de 10.000 ejemplares.
En España quedan testimonios de aquellas publicaciones de almanaques en diversas regiones y por citar algunos: Calendario del Profeta; Calendario para las Islas Baleares; Calendari dels Pagesos; Calendario del Ermitaño de los Pirineos; O Mintireiro verdadeiro; O Gaiteiro de Lugo.
Hasta 1887 no se creó en España el Instituto Central Meteorológico, actual Agencia Estatal de Meteorología. Los almanaques y calendarios eran los únicos instrumentos que ofrecían una previsión del tiempo, ciertamente sin una base científica. Habían tenido éxito el Calendario EL CIELO de Joaquín Yague, en 1853 y EL FIRMAMENTO, de Mariano Castillo. Este último, calificado como astrónomo, aunque al parecer nunca consiguió esta titulación, tuvo una acertada visión comercial y tras la publicación de su Firmamento– sus editores fijan su fundación en 1840, pero parece ser que su difusión se inició en 1861 o 1862– lo tituló Calendario Zaragozano, denominación que fue también utilizada por imitadores. Significativamente, incluía el subtítulo: “Juicio universal meteorológico, calendario con los pronósticos del tiempo, santoral completo y ferias y mercados de España”
Este decano Zaragozano, quizá el más popular y representativo, se edita todavía en la actualidad y en tiempos era el libro de cabecera de muchos agricultores. Su nombre es un homenaje al astrónomo del siglo XVI, Victoriano Zaragozano. Sus predicciones se basaban en las fases de la luna, cometas y eclipses a través de anotaciones diarias y en la actualidad se apoyan también en datos del Observatorio Astronómico de Madrid.
Las cabañuelas, recurriendo de nuevo al DRAE, son: "Cálculo que, observando las variaciones atmosféricas en los 12, 18 ó 24 primeros días de enero o de agosto, forma el vulgo para pronosticar el tiempo que ha de hacer durante cada uno de los meses del mismo año o del siguiente". No son una ciencia, sino que se basan en la observación de fenómenos atmosféricos y de la naturaleza para establecer conclusiones empíricas y transmitiéndose oralmente. Se utilizan en el sur y centro de nuestro país y también en Sudamérica. A quienes realizan este método se le conoce como cabañuelistas.
Hay diferentes versiones sobre su origen: En Babilonia, un ceremonial pronosticaba sobre cada mes del año; los judíos en la fiesta de los Tabernáculos realizaban predicciones meteorológicas, y curiosa es la referencia de algunos investigadores sobre el origen del vocablo cabañuela, iniciándolo en el nombre de un día del mes de los mayas llamado ”caban”, que se castellanizó. La práctica más generalizada de las cabañuelas se refiere al mes de agosto, pero lo cierto es que no existe una uniformidad ya que en Iberoamérica las utilizan en enero y los hindúes a mediados del invierno. Dentro de las agosteñas hay diferentes asignaciones de los días a los meses.
Existen otros tipos de cabañuelas: las de Santa Lucia– desde el 13 de diciembre al 6 de enero–; las de San Mateo – el 21 de septiembre, desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la tarde– que en Canarias se denominan Cabañuelas marinas; los "Vientos de San Martín"; las de cambio de estación – cada día 21 del mes que cambia de estación–; las de San Simón; las de Santa Viridiana y otras.
Para las de agosto, primeramente, los expertos exigen que el cabañuelista elija un lugar de observación, en alto, con visibilidad panorámica, desde donde hará las observaciones y tomará las notas correspondientes a cada hora. El día 1 de agosto se denomina del Juicio Universal Meteorológico y las observaciones de ese día–cada dos horas corresponden a un mes– marcarían la totalidad del año venidero. Del 2 al 13 de agosto se ubican las cabañuelas Maestras, de ida o directas, correspondiendo cada día cronológicamente a los meses, comenzando por enero. Del 14 al 25 son las cabañuelas Retorneras o de vuelta, correspondiendo en orden inverso con los meses, comenzando por diciembre. Los cuartos de Luna al empezar las cabañuelas tienen influencia. Llegado el día 26, se deben casar las anotaciones. En caso de contradicción entre las predicciones para un mes entre maestras y retorneras, se acudirá a lo observado el día 1, del juicio universal y se elaborará el informe final con las predicciones para el siguiente año.
Las cabañuelas, aunque carecen de un método científico, si requieren una enorme capacidad de observación: sol, luna, vientos, masas de agua, sensación térmica, nubes, nieblas, rocío, arco iris, humedad, granizo e incluso comportamiento de animales e insectos. Aunque se trata de una predicción local– para 50 o 80 km–, dependiendo de la orografía de la zona, puede extenderse hasta unos 250 km.
Según el DRAE las témporas son “tiempos de ayuno en el comienzo de las cuatro estaciones del año”. Son el plural de tempus: tiempo, estación. En cada periodo agrícola, los romanos celebraban fiestas. Con el cristianismo, la Iglesia Católica convirtió ese paganismo en fechas de ayuno, oración, penitencia y acción de gracias. Las cuatro témporas del año eclesiástico son: Témporas de primavera o Primeras (miércoles, viernes y sábado, después del primer domingo de Cuaresma); Témporas de verano, Segundas o de la Trinidad (miércoles, viernes y sábado, de la semana que sigue al domingo de Pentecostés y es anterior al domingo de la Trinidad); Témporas de otoño o Terceras (miércoles, viernes y sábado, siguientes al 14 de septiembre y que muchos llaman Témporas de San Mateo) y Témporas de invierno o Cuartas (miércoles, viernes y sábado, siguientes al tercer domingo de adviento).
Posiblemente el campesino de antaño –preocupado fundamentalmente por las alternativas del tiempo– en algún momento ligó las fechas de las celebraciones religiosas a las revelaciones climáticas y meteorológicas y de ahí surgieron métodos predictivos como las témporas. Desde tiempo inmemorial es una tradición, que sin ningún fundamento científico–incluso la Iglesia las definió como superstición– se utiliza en el mundo rural de la Cornisa Cantábrica hasta Galicia. Ciertamente se emplean técnicas distintas en diversas zonas, e incluso algunas utilizan otras fechas no coincidentes con las de témporas. No obstante, el patrón común para la predicción es la observación del viento. Las características del mismo en las medianoches de los tres días de témporas, son las que prevalecerán, correlativamente, en cada uno de los tres meses siguientes de la próxima estación. En el lenguaje popular suele utilizarse: “¿Cómo han quedado las témporas?”.
Existe un dicho que en principio parece no tener sentido. Se refiere a relacionar conceptos o aspectos que no tienen nada en común: ”No confundir el culo con las témporas”. Parece ser que el término témpora también tenía la acepción de sien– posiblemente de ahí el hueso temporal– y en ese caso sí es explicable la puntualización, para no mezclar la cabeza con respetable trasero.
Un curioso método de predicción meteorológica ha logrado cierta notoriedad mediática, referido a la práctica en la localidad estadounidense de Aberdeen en la noche de fin de año. Debe aclararse que también en nuestro país, concretamente en Cataluña y Alto Aragón, desde antiguo, en alguna zona, se utiliza el llamado “Calendari de la Ceba”.
El Calendario de la cebolla, dispone doce capas individuales de cebolla en unos platitos independientes, asignándoles el nombre de un mes. La noche de fin de año se vierte una pequeña cantidad de sal sobre cada una de ellas y se dejan reposar. El primero de enero se observan las porciones de bulbo que tienen la sal humedecida e incluso si hay líquido y aquellas que están secas. La conclusión obvia– según los crédulos predictores meteorológicos– es que los meses del año que nace, correspondientes a los mojados serán lluviosos y los de trozos secos serán áridos.
A lo largo de los siglos, la humanidad ha ido acumulando conocimientos empíricos sobre ciertos comportamientos de seres animados o inanimados que correspondían a fenómenos atmosféricos a corto plazo. Pero de ahí a pensar que pueden pronosticarse previsiones climáticas a largo plazo, basándose en observaciones sin rigor científico, como las recogidas en el artículo, va un largo trecho. Aunque muchos de los devotos de estos métodos suelen declarar que aciertan más del 80%, la realidad es que muchas de sus previsiones son indefinidas u obvias, del tipo de: ”El próximo verano, las temperaturas serán altas”; ”El invierno será frio y posiblemente caerán algunas nevadas” o “En primavera habrá posibilidad de algunas lluvias”.