Justo ahora, cuando el tsunami cibernético está engullendo todo tipo de comunicación anterior, natural o no, cobra cada vez más sentido asomarse a los modos del pasado reciente, cargado de historias y donde la imagen no asfixiaba la imaginación.
El heliógrafo que se exhibe en el Museo de Historia Militar, en El Desnarigado, es un buen ejemplo de todas esas cosas que van quedando varadas en la inmensa bárcena del río digital.
Los heliógrafos son una sencilla consecuencia de las investigaciones de Gauss -matemático alemán- sobre geodesia, la antigua afición humana a medir distancias sobre la Tierra.
La geolocalización por satélite, o GPS si el castellano dominase las siglas (Global Position System), desplazó el heliógrafo a los museos.
Hasta finales del siglo XX, un pequeño espejo y su haz concentrado de luz, transmitían en morse mensajes y posiciones a militares, marinos o geógrafos, que son quienes navegan sobre seco.
El invento se debe a M. Lescurre, un funcionario de telecomunicaciones en Argel que encontró la proporción adecuada entre el tamaño del espejo y su alcance, habida cuenta de que por cada 2,54 cm de diámetro (una pulgada), la señal era percibida a simple vista desde 15 km (10 millas).
Esa solvencia visual, como la de los libros de papel, ha traído consigo una segunda vida a los heliógrafos de bolsillo. Se llaman “espejos de señales” y por unos escasos euros forman parte de los equipos de supervivencia, pues llegan a ser providenciales en el mar, la montaña o el desierto.
En el Museo de Historia Militar, el heliógrafo que se exhibe fue empleado en la Guerra del Rif (1911-1927), y su leyenda de fábrica dice: “Laguna de Rins, Zaragoza”.
La empresa llevaba el apellido de su promotor, un militar aragonés que vivió en tiempos con iniciativa.