Hace muy pocas fechas, una manifestación integrada por más de un millar de personas, recorría las calles más céntricas de la Ciudad, exigiendo seguridad. El éxito de la movilización (medido en términos cuantitativos) es innegable. Esta es la segunda iniciativa de una plataforma indefinida y voluble surgida de las redes sociales. La primera (hace ya cuatro meses) también se saldó con una muy alta participación. Este seguimiento masivo continuado pone de manifiesto que no estamos ante una reacción espontánea de un sector de la ciudadanía espoleado por determinados hechos de fuerte impacto mediático, sino que asistimos a un fenómeno social de cierto calado que es preciso analizar y abordar. Aportamos algunas notas.
Uno. La convocatoria está cargada de una premeditada y consustancial ambigüedad. Por un lado se difunde públicamente un mensaje perfectamente asumible e indiscutiblemente atractivo (“queremos que nuestros hijos puedan pasear con tranquilidad”) capaz de sumar a personas bienintencionadas que, sin más reflexión, se sienten ciertamente amenazadas y demandan más seguridad (algo siempre deseable); pero lo que subyace en el fondo, y rezuma a borbotones por todos los poros de manera inevitable, persigue otro objetivo repugnante desde su misma raíz. Los promotores y seguidores de este movimiento se han erigido en una especie de tribunal popular, inspirado en los anacrónicos “linchamientos”, y han juzgado y condenado a los culpables de la inseguridad que son los inmigrantes en general y los menores no acompañados en concreto. Envalentonados por el apoyo recibido, cada vez disimulan menos. En esta segunda ocasión, ya sin pudor, lo decían (y coreaban) de manera explícita. Este hecho cambia radicalmente la naturaleza de la manifestación. No se trata de una legítima reivindicación de una más eficaz seguridad ciudadana (compartida por todos), sino de una exigencia de “limpieza social” que pretende expulsar a los colectivos más vulnerables de nuestra sociedad.
Dos. Un argumento reiterado por convocantes y seguidores es que “no son políticos”. Esto quiere decir, en realidad, que son de derechas. De hecho la inmensa mayoría de los manifestantes son votantes del PP. No cabe la menor duda de que estos escarceos son el germen ceutí de esa nueva derecha antisistema que recorre el mundo occidental (su más claro exponente es el último presidente electo de los Estados Unidos de América). Es la derecha que pretende abolir los principios democráticos y la ética universal plasmada en la carta de los derechos humanos. Dicen que no son “políticos” cuando lo que están diciendo es que no son “demócratas”. Pretenden sustituir los derechos ciudadanos por un nuevo código basado en la “exclusión (violenta si es preciso) del diferente” en un desesperado de repliegue hacia el pasado en busca de la “pureza” perdida como consecuencia de la globalización. Son los portadores de la nueva “ideología” corrosiva basada en “muros y mano dura”. Un peligro para la estabilidad, la convivencia y el futuro.
Tres. Este monstruo neofascista aún está en fase embrionaria. Para prosperar necesita o líderes carismáticos, o una plataforma política que transmita confianza y credibilidad. Nada de eso existe por ahora. A pesar del grosero y deplorable intento de Ciudadanos de “pescar en ese rio revuelto”. No es extraño partiendo de ese partido irresponsable que ha estado coqueteando con la xenofobia, y que envío a la manifestación a su máxima dirigente, para decir a continuación que “no compartía lo que allí se decía”. Ciudadanos es una banda de mercenarios reclutados para apuntalar a la casta allá donde haga falta (apoya al PSOE en Andalucía y al PP en Madrid). Un invento para hacer de dique de contención frente al cambio. Pero donde no hay nada que apuntalar (como sucede en Ceuta al disfrutar el PP de mayoría absoluta), deviene en una pintoresca amalgama de mediocres, frustrados y resentidos ávidos de un protagonismo social inasible por méritos propios. Se mueven como las amebas de un lado para otro buscando afinidades sin principios ni escrúpulos de ninguna clase. Allí estaban ellos, demócratas por la mañana y antisistema por la tarde.
Cuatro. La presencia de musulmanes en la manifestación fue insignificante. No tiene lógica. Aparentemente. ¿Es que los musulmanes no sufren las consecuencias de la inseguridad? Esta es una cuestión importante cuyo análisis no debemos rehuir. A pesar del vértigo que provoca. La manifestación muestra la imagen de la Ceuta dividida que no se quiere reconocer oficialmente. No hallamos un nexo de unión ni en la percepción de la seguridad ciudadana. No nos engañemos, el nauseabundo latiguillo “mientras se maten entre ellos…” repetido incansablemente hasta acuñarlo como un posicionamiento político tiene sus efectos. Y esto es quizá lo más inquietante. Concebir la seguridad como un elemento de confrontación es un síntoma de enfermedad grave. El perfil del manifestante coincide exactamente con el del votante “gilista” que ha vuelto por sus fueros. Eso es lo peor que le puede pasar a la Ciudad. Es una experiencia ya conocida cuya reedición tenemos que evitar inexcusablemente. Todas las personas sensatas que viven en Ceuta tienen que comprender que sólo tendremos futuro si somos capaces de articular un proyecto de vida en común desde la voluntad sincera de convivir fraternalmente erradicando definitivamente el “ellos y nosotros”. Ahí debemos estar todos.
Cinco. La reacción del PP es muy preocupante. Son plenamente conscientes de que este fenómeno sí puede llegar a causarles un daño considerable en sus futuros resultados electorales, en caso de que cuaje en una alternativa desde la extrema derecha. Se están poniendo muy nerviosos. Pero la solución no es decantarse por la radicalidad y encomendarse a la policía. Los problemas sociales no se solucionan “a porrazos”. Frente a la barbarie, la democracia.
Como corolario de todo lo expuesto podemos concluir que la fiebre de extrema derecha que se extiende por toda Europa, encuentra en Ceuta un terreno especialmente abonado con unas connotaciones propias (profunda fractura social asimétrica) que nos sitúan en una posición de excesiva fragilidad. Se avecinan tiempos duros. Es hora de defender con firmeza los principios y valores democráticos. Hacer pedagogía contra la idea (falsa) de que la “exclusión” es un remedio para los problemas sociales. Robustecer la interculturalidad como piedra angular de de nuestra arquitectura social. Promover un consenso político y social de mínimos que, desde un elemental sentido de la responsabilidad, nos permita trazar una ruta segura hacia el futuro exenta de inconscientes veleidades. No será fácil si seguimos enfrascados en una absurda lucha cainita cuyo final solo puede ser la nada.