El político, el representante de la ciudadanía, asume la función de apaciguador de tensiones sociales mediante el depósito de la confianza en él como garante de libertad, justicia y paz. Esa vocación de servicio público percibe con claridad emocional y comprende intelectivamente que la ciudadanía no es una masa informe, ni anónima, sin identidad, sino que se constituye por sujetos dotados de identidad e historia personal que proyectan su fe, establecen su confianza, en la figura del electo y en la organización política que está tras él. Actualmente, esa fe se encuentra deteriorada, corroída, debido a los muchos casos de corrupción que oscurecen la esperanza en una vida pública que aliente nuestros esfuerzos. ¿Para qué la tarea que se nos exige? ¿Para qué la paciencia y la resistencia ante la catástrofe del paro? La certeza del engaño con el que se nos atribula, el desprecio consiguiente ante la constatación de que ni ética ni razón conducen el comportamiento de los políticos, alimentan negros presagios, oscuros demonios del pasado histórico que arañan los pórticos de nuestras democracias.