El Rif, integrado por belicosas cabilas o tribus bereberes que hasta que las unificó el líder de Uxda se llevaban a matar –las luchas entre ellas eran de tal ferocidad que, sin contemplaciones, un hombre era tachado de cobarde si alcanzaba la edad de casarse sin haber quitado la vida a otro o llegaba a anciano -, fue siempre un territorio sumamente levantisco. Abdelkrim reformó las costumbres con el inequívoco propósito de introducir algo de orden en su pueblo al que sabía desorganizado y anárquico por naturaleza: obligó a los hombres a calzarse y a afeitarse, hizo efectiva la oración cinco veces al día, prohibió el kif… Su breve República del Rif se estableció sobre el modelo de las naciones modernas: tenía bandera y moneda (el riffan) propias, disponía de un gobierno, una cámara de ochenta representantes y un ejército regular. Mantuvo relaciones con partidos comunistas europeos, a la vez que con importantes grupos empresariales británicos y alemanes. Además, toda una constelación de agentes y espías pululaban alrededor de ella.
Este carácter indómito, insumiso de los rifeños se ha mantenido –y, si hablas con ellos, aún perdura-: en 1958, dirigido por el entonces príncipe heredero y luego rey Hassan II, tuvo lugar otro desembarco para reprimirlos y forzarlos a reconocer la autoridad de reino alauí. Un buen número de los atentados a los que Hassan sobrevivió milagrosamente fueron urdidos por militares rifeños. Por eso, cuando ya en su exilio cairota, Abdelkrim fue visitado por Mohamed V (1960) y este le propuso que volviera a su tierra, ante su negativa no se le insistió mucho: lo último que hubiera necesitado la monarquía marroquí era la vuelta triunfal a su guarida del viejo león de Axdir. No es otro el motivo por el que los rifeños han sido un pueblo largamente “castigado” por el poder central; por ejemplo, su lengua, el bereber (tres grandes dialectos), que, según Bertholon, procede del griego y, según Schuchardt, con el eusquera, de un vasto tronco preindoeuropeo que se habló desde la península ibérica hasta el Cáucaso, no ha sido hecha cooficial hasta 2011.
Los rifeños se jactaban de “vivir en república”; es decir, de no obedecer al sultán y hacer todo lo que les viniera en gana, sin otra ley que la fuerza ni otra organización que su vieja estructura tribal, de ahí su choque con el orden colonial que quisieron imponerles los españoles.
Las cualidades guerreras de los rifeños, por otra parte –coinciden en ello todos los que vivieron o han tratado este conflicto: su austeridad, valor y capacidad de sufrimiento-, hacían de ellos los enemigos más terribles. Su salvaje instinto guerrero, curiosamente, según Francisco Carcaño Mas, autor de la novela La hija de Marte, se exacerbaba en la proximidad de los tiempos de cosecha.
Sobre la crueldad de esta guerra por ambas partes, a propósito, son sumamente esclarecedoras las palabras de uno de los personajes del libro de Barea: “(…) la bestialidad es seguramente la cosa más contagiosa que existe. Cuando la primera bandera fue a Melilla inmediatamente nos pusimos a tono con el salvajismo de los moros. Ellos les cortaban los testículos a los soldados y se los atascaban en la boca, para que se murieran asfixiados por un lado y desangrándose por otro, tostándose al sol. Tú mismo lo has visto. Entonces nosotros inventamos un juego: les cortábamos las cabezas a los moros y adornábamos el parapeto de la posición durante la noche con ellas, para que los otros las vieran allí al amanecer (…)”.
Sender, por su parte, en su otra menos conocida novela sobre el conflicto: Cabrerizas Altas, también hace decir a uno de sus personajes: “En las operaciones en el campo, si caía un moro herido a nuestro alcance, acaso se hacía lo mismo que ellos hacían con nosotros: les cortábamos los testículos, se los poníamos en la boca y les cosíamos los labios con una aguja saquera”.
(Aunque ya habían intervenido en la sofocación de la insurrección de Asturias de 1934, muchos de estos rifeños, al servicio de cada uno de los dos bandos –los llamados en el ejército rebelde “camaradas moros”-, en cantidad de ocasiones combatirían en nuestra guerra civil en posiciones de vanguardia, como auténtica carne de cañón; y, como es sobradamente conocido, por esta ferocidad y falta de escrúpulos en general dejarían una lamentable huella).
Por otro lado las mujeres, después de los combates –si es que alguno quedaba-, recorrían los campos rematando a los heridos. Estas en el Rif, dicho sea de paso, eran las únicas que trabajaban; los hombres se dedicaban exclusivamente a guerrear, cantar y echar la siesta: el trabajo era considerado indigno.
El horror a estas operaciones era tal que, en vísperas de ellas, las prostitutas doblaban su tarifa: los soldados nada ansiaban más que ser contagiados con alguna enfermedad para librarse de la sarracina.
Targuist, rodeado de almendrales, es un pueblo bastante extenso y de apariencia próspera asentado a lo largo de un valle a orillas del río Guis. Al fondo se alza el yébel (monte) Tidirhin, casi 2500 metros, uno de los más altos del Rif. Este fue el último paisaje que el líder rifeño, derrotado al fin por españoles y franceses, contempló antes de ser deportado por estos, a los que se entregó –tras una breve estancia en Taza y Fez-, a la isla de Reunión. También a Targuist, años antes, cuando los rifeños tomaron Xauen, vino a dar, cautivo de Abdelkrim, uno de los personajes más discutidos e increíblemente novelescos de este lugar y época: el Raisuni, el Águila de Zinat, el Sultán de las montañas, el Cerdo o Don Lirio; para David S. Woolman, “una combinación entre Robin Hood, un barón feudal y un bandido tiránico; el último de los piratas berberiscos”. En 1904, el Raisuni saltó al escenario internacional por el secuestro del expatriado grecoestadounidense Ion Perdicaris y su hijastro, por los que pidió un rescate de 70000 dólares, que consiguió; basado libremente en este suceso, John Milius, en 1975, rodó la película El viento y el león, protagonizada por Sean Connery y Candice Bergen. El Raisuni, años después, secuestraría también a un oficial del ejército británico que actuaba como asesor de las tropas del sultán por el que esta vez obtuvo 20000 dólares.
Aproximarse a Ketama, por una carretera alpina que durante los meses más crudos del invierno suele estar cerrada por la nieve, entre bosques de abetos, cedros y melojares –estábamos accediendo al parque nacional de Talassemtane-, es entrar en “territorio kif”; aunque, como dije, en todo el viaje no pasamos nada más que un control policial y los vendedores de hachís que se nos acercaron cuando nos detuvimos fueron espantados sin problemas. Porque es difícil hablar del Rif sin considerar la importancia del cannabis. Oficialmente es un negocio prohibido, pero los cultivos (el 90% del suelo) están a la vista de todos y nadie los dificulta: sería un suicidio económico para la región. Aunque oficialmente su uso se desaprueba, las autoridades no se empeñan con verdadero interés en impedir que los locales fumen, pero para un viajero puede ser peligroso; por ello, muchos incautos españoles que inconscientemente bajan al moro terminan dando con sus huesos en la cárcel: ¡en una cárcel marroquí…!
Pasado Ketama ascendimos el puerto de Bab-Besen (1600 metros) y atravesamos el pueblo. Aunque desde la carretera no vimos ninguno, abundan por esta zona las colonias de macacos; y no muy lejos, hasta principios del siglo pasado –el último fue cazado en 1936-, el león de Berbería: especie autóctona de Marruecos que se utilizaba en los anfiteatros de todo el Imperio Romano para que se merendara a los cristianos. A los pocos kilómetros, en un restaurante que nos pareció aparente nos detuvimos a almorzar. Estaba bastante concurrido: el autobús que cubre la línea Tetuán-Nador tenía parada allí y habían bajado a estirar las piernas los viajeros. Todos pedimos –no cabía esperarse menos- platos típicos marroquíes: cuscús, tajín, vaisala y kefta, rematados con un té con hierbabuena y chebbaquías. El importe, como el de todas las comidas que habíamos hecho durante el viaje, comparado con los de España, sorprendente por su baratura. Después de intercambiar –uno de mis compañeros de viaje hablaba pasablemente el árabe, aunque en el norte de Marruecos muchas de las personas mayores hablan o comprenden bastante bien el español- algunas palabras con los cariacontecidos paisanos –nuestra presencia allí constituyó una novedad- proseguimos la ruta.
Bab-Berret, un pueblo caótico –calles terrizas, tortuosas, sin aceras y llenas de socavones- asentado sobre la ladera de un monte a unos 1200 metros sobre el nivel del mar, bullía, mucho más de lo que suele ser normal en el país, de humanidad: era lunes y había zoco. El zoco es toda una institución social marroquí. No solo es un mercado, sino mucho más. El lugar donde se celebraba el zoco ha terminado convirtiéndose muchas veces en un pueblo. Era el único lugar donde se podía comprar y vender, lo que en Marruecos quiere decir discutir. Y en el zoco era también donde se celebraban las conferencias y se urdían las conspiraciones. En Marrakech, en uno de estos, hasta 1912 en que acabaron con este comercio los franceses, se vendían también esclavos.
Pasado Bab-Taza, dejamos atrás el Rif y nos adentramos en el Yebala camino de Xauen, que, como ya la conocíamos –la carretera había ido poco a poco mejorando-, la circunvalamos y emprendimos el camino de Tetuán y Ceuta, donde, pasada la medianoche de un itinerante y memorable día (13 de junio: san Antonio), concluiría nuestro viaje.