Es cuestión de tiempo. La suerte está echada para las lenguas decimonónicas, universitarias, presuntamente cultas. Por el contrario, el dariya no sólo está vivo sino que lo estará más tras la rebelión de las masas en red.
Es difícil explicar por qué la lengua que te enseña tu madre no llega a ser oficial.
Es más ridícula aún la pamplina esa de que unas son lenguas y otras dialectos, un birlibirloque con el que la Academia deja fuera de las cátedras los caudales más frescos de la expresión. En un “tardeasomas”, con décadas de retraso intelectual, los estados acaban convirtiendo en legal la mayor de las legitimidades, que es el derecho a hablar -y a hablar en derecho- en la lengua aprendida con los primeros pasos, inciertos, dubitativos como el balbuceo y tan celebrados.
Pero los medios de comunicación primero, como avanzadilla, y las redes digitales en tromba, tras el cambio de siglo, están haciendo una pinza junto con el hablante a las instituciones de poder.
Y no será la primera vez que ocurre, pues bien se sabe que el pueblo es el verdadero dueño y señor de la lengua.
Por si fuera poco, la caligrafía abandona hoy a gran velocidad los claustros y los clubes, mientras el arte de escribir o el de enviar mensajes en modo oral, en los que la musicalidad no ha sido amputada, crece exponencialmente en el bullicioso zoco de la telefonía portable.
Están tristes los escribas porque cada persona se convierte en notario de sus e-mociones, y la escritura, entendida como casta, pierde cada vez más enteros en el mercado de valores.
Por eso es primavera para las lenguas maternas, como el dariya, ahora que clases y generaciones hablan en ellas y las escriben empoderadas (Leire Cabrera: 2021) al nuevo sol de los teclados.