La primavera da paso al verano, la infancia a la juventud. En esta nueva etapa vital aumenta la exigencia de independencia; experimentamos un impulso hacia la libertad; ampliamos nuestra esfera personal con numerosas relaciones de amistad y los primeros escarceos amorosos; aumentan los deseos sexuales; se desenvuelven nuevas tendencias personales; una desbordante, saludable y fresca energía vital nos inundan; las esperanzas no tienen límites; se hacen múltiples planes y proyectos para el futuro; aumenta nuestra capacidad para la superación de obstáculos; confiamos en la razón y la justicia de una manera idealista; una extraordinario ansia de vivir se observa en nuestro comportamiento. Estas son algunos de los principales rasgos que distinguen a los jóvenes. Características que son ignoradas por la comunidad educativa y los diseñadores de nuestras ciudades. Nuestros chicos no encuentran un espacio para dar rienda suelta a esta vitalidad desbordante.
Como comentaba Geddes en “Ciudades en evolución”, a nuestros jóvenes “se los vigila muy de cerca, como si se trataran de salvajes en potencia, a quienes ante el primer síntoma de sus actividades naturales de abrir cavernas, hacer represas, etc…deben expulsarse inmediatamente y puede considerarse en suerte si no son entregados a la policía”. En vez de reorientar esta energía y vitalidad juvenil, “hemos aplastado, dice Geddes, los gérmenes de esta fuerza vital con nuestra represión de tipo policíaco, tanto en la escuela como fuera de ella, de estos juveniles instintos naturales de auto-educación vital que siempre son armónicos en su impulso y esencia, por torpes y desmañados, o hasta malignos y destructivos que resulten cuando se limitan a coartarlos, como lo han sido por lo común, y todavía lo son en exceso…Es ante todo por falta de este toque de experiencia rústica de primera mano que hemos forzado la energía juvenil a convertirse en delincuencia juvenil o, peor todavía, la hemos forzado por debajo de tal nivel”. También hace mucho tiempo que Emerson prescribió un bosque como la mejor cura para los desvaríos juveniles.
Durante mucho tiempo, como ya denunciaba Geddes, “nuestra educación ha sido en el pasado tan libresca que nueve de cada diez personas y a veces hasta más, comprenden la letra impresa mejora que las ilustraciones y las ilustraciones mejor que la realidad. Unas cuantas fotografías bien escogidas producirán más efecto en el espíritu de la gente que la visión directa de su belleza monumental, los colegios e iglesias, por un lado, el palacio, el castillo y coronamiento de la ciudad por el otro. Puesto que nos hemos tornado casi ciegos a la belleza de estas calles y los mejores elementos de su vida y herencia también nos ha ocurrido lo mismo en cuanto a sus aspectos lamentables”.
Es importante, por tanto, que nuestros jóvenes conozcan de primera mano el territorio en el que viven. Han de conocer su situación, topografía y ventajas naturales: su geología, clima, vegetación, fauna terrestre y marina y sus montes. Este escenario ha sido modificado por la acción del hombre desde que hizo presencia por primera vez en el lugar en el que viven. Sobre este espacio, -contando con sus particulares condiciones naturales-, los habitantes de Ceuta, en el pasado y en el presente, han desarrollado sus actividades económicas. Fruto de esta relación entre lugar y trabajo, o dicho de otra manera, entre medioambiente y función, nació el carácter e idiosincrasia de los ceutíes.
Estudiando y conociendo estos componentes del mundo objetivo, lugar, trabajo y gente, ponemos en contacto a nuestros jóvenes con materias básicas como la geografía, la economía y la antropología. Pero no debemos hacerlo de una manera independiente, como suele ser habitual en nuestras escuelas e institutos, sino que hay que congregamos estos conocimientos en una unidad vital. Nuestro conocimiento del Lugar ya no debe limitar al estudio de atlas, mapas y gráficos. A estos debemos añadir la visita a los lugares de Trabajo, campos, fábricas, comercios; y luego a los lugares de residencia de la Gente, así como a los edificios y espacios públicos o privado que sirven al ser hombre para cubrir sus necesidades físicas (hospitales, centros sanitarios, etc..), sociales (instalaciones deportivas, educativas y culturales) y espirituales (iglesias, mezquitas, sinagogas, …). Conociendo el lugar en el que viven y los lugares donde trabajan conocemos a sus gentes, que es el campo de la antropología.
El siguiente paso en nuestro modelo educativo ideal, basado en las enseñanzas de Patrick Geddes y sus célebres diagramas, consistiría en vincular el Lugar, el Trabajo y la Gente, con los sentidos, la experiencia y los sentimientos. A través de nuestros sentidos conocemos nuestro medioambiente, percibiéndolo y observándolo; oyendo sus sonidos y disfrutando del silencio; tocando la frialdad de sus rocas, la frescura de sus flores, la humedad de la tierra, la fragilidad de los insectos; oliendo el fresco aroma del bosque, las resinas de los árboles; y paleando los productos autóctonos del lugar.
Nuestros sentimientos evidentemente proceden de nuestra gente. Del amor y la atención de nuestros padres, abuelos y demás familiares pasamos a los sentimientos que se despiertan en compañía de nuestros amigos y profesores. Combinando ambos, los sentidos y los sentimientos, surgen las experiencias sensitivas y sensoriales, por un lado; y por otro las experiencias sentimentales, que determinan nuestras habilidades y conductas, respectivamente.
Generalmente, nuestra educación tradicional no avanza más allá de este mundo subjetivo pasivo y simple. Este tipo de educación, que se ha convertido en la habitual de todos los tiempos y lugares, embute en el espíritu humano, al buen tuntún, toda clase de conocimientos. Apenas se consigue adentrar a los jóvenes en el campo de los planes y proyectos; de los ideales, las ideas y la imaginación creativa. Un hecho bastante teniendo en cuenta que si hay que los caracteriza es su natural confianza en la razón y la justicia. No hay nadie más idealista, creativo y soñador que un niño o un joven y, sin embargo, ninguna de estas facultades son alimentadas y promovidas en nuestros centros educativos.
Que consigamos una vida interior plena va a depender de nuestra capacidad y esfuerzo para transmutar los sentimientos en emoción, la experiencia en ideación y los conocimientos en imaginación. De nuestros ideales superiores, ya sean religiosos o filosóficos, surgen nuestros principios doctrinales o ideológicos (paradigmas) y a partir de ellos construimos nuestra ciencia o la explicación del mundo que nos rodea y del que formamos parte. Nuestros ideales requieren símbolos y estos emergen a partir de la capacidad que tengamos de transformar las experiencias sensoriales y sentimientos en tales símbolos. El conocimiento de estos símbolos es fundamental para el pleno desarrollo de la personalidad de nuestros jóvenes. A este respecto, comentaba Lewis Mumford “que no hay pobreza peor que la de ser excluido por ignorancia, por insensibilidad o por falta de dominio del lenguaje de los símbolos significativos de la propia cultura; esas formas de sordera o ceguera social constituyen verdaderas formas de muerte para la personalidad humana”. Nuestros ideas se convierte en imágenes, en notaciones gráficas, ya sea en símbolos matemáticos, físicos, químicos o en las líneas del tiempo que utilizan los historiadores para ilustrar el devenir de la humanidad.
Llegados a este punto, a esta línea imaginaria dentro de nuestro pensamiento, parece que para muchos, en verdad para la mayoría de las personas, terminan las posibilidades de la vida. No ha de extrañarnos que en la escuela, el instituto y la universidad apenas se traspase esta frontera mental imaginaria que nos lleva, sin salirnos del mundo de adentro, al diseño de planes y proyectos efectivos, al desarrollo de la imaginación creativa y la elevación de nuestra energía espiritual que es fin de la filosofía. Estos caminos poco transitados para la mayoría de las persona nos conducen de nuevo al mundo objetivo, al mundo de afuera; aunque no a la vida cotidiana, excesivamente simple, a la que estamos acostumbrados. Nuestros acontecimientos cotidianos, nuestras experiencias y sentimientos, nuestros conocimientos de los dogmas religiosos, de los símbolos culturales y científicos, modelan nuestros sueños más excelsos. Sólo nos falta el impulso y la fuerza para realizarlos de nuevo en el mundo, “como Hazañas”, según decía Geddes. Preciosa palabra que encierra el sentido de una vida plena, rica y efectiva.
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