Ha llegado el momento de que los cristales de la memoria alcancen su forma definitiva; ha llegado el momento de la plasmación de la tinta.
Varios mundos confluyen en el instante de la creación: el deseo de una vida mejor, la nostalgia de lo que pudo haber sido, los recuerdos rescatados del olvido, o las palabras de la razón.
Los mensajeros de la memoria, como gotas de luz original, deliberan sobre cuál es la mejor solución, aquella que nos acerque a la belleza. Tanto mayor será la belleza cuanta más amplitud tenga el significado.
¿Cuántas palabras se esconden detrás de los recuerdos? ¿Cuántos recuerdos guardan las palabras?
Somos testigos de nuestros días, desde la aparición estelar del sol hasta su caída vespertina. Hemos visto las lunas crecer, hemos observado el firmamento, y hemos adivinado en la noche su corazón de ceniza.
Pero también somos testigos de nuestras frases y de nuestros silencios. Y, si bien la edad fue arrugando nuestro rostro, el conocimiento mantiene en juventud nuestras almas, siempre en disposición de aprender, de mejorar nuestra explicación del cosmos.
La experiencia sería estéril si no fuera compartida, y así las voces se suman para alumbrar el saber de un pueblo, su mejor esperanza.
Según vamos caminando dejamos la impronta de nuestros testimonios, que son como señales que nos permiten volver sobre nuestros pasos, y así reencontrarnos con nuestro origen y nuestras raíces, aquellas que un día nos hicieron despertar.
Aunque no todo pasado tiene un ayer, y así me propongo fijar la mirada en el inicio de un pueblo, que tuvo la luz como razón de ser, como causa primera y fin postrero de la existencia.
Es bueno saber de dónde vienen las palabras que hoy damos por entendidas, pero que no siempre existieron. Y es bueno ir llenando los vacíos de una sociedad olvidadiza, ya sea por un simple ejercicio de justicia y perdón.
Toda vez la sociedad conozca sus ancestros podrá fijar una trayectoria, y evolucionar hacia su naturaleza mayor, el bienestar.
El camino, la experiencia, va forjando nuestra identidad, y al cabo de unas etapas, la identidad nos hace diferentes. Entonces leemos el libro de las estrellas en espera de que nos muestre un camino, un lugar de encuentro, un refugio que nos resguarde del frío.
Entonces, elevamos nuestro espíritu, y la luz de la condición humana se exhibe en todo su esplendor, y nos envuelve con sus beneficios. Solo un pueblo que busca la paz se sincera con su destino. El caso contrario es la miseria, el abandono de nuestros hijos e hijas.
De momento, dejemos que la luz de una vela ilumine el especio infinito.
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