No sé si se han dado cuenta, pero envejecemos. Nos hacemos tierra y guano a poco que nos cosquemos. No pasaría nada si viviéramos entre orientales que veneran a los mayores, pero mucho me temo que esta España nuestra no adora más que el consumo y la estulticia. Queremos por ello ser jóvenes perpetuos, adolescentes arrugados y maltrechos con potingues al uso cotidiano de taparnos las canas y los gestos. Nada nos complace más que parecernos a aquellos que seguimos en las redes, pescadores de momento y lugar porque la espontaneidad ha muerto y lo idóneo con ella.
Baroja se plegaría en su misoginia, antisemitismo y gruñonería si nos viera. Andrés Hurtado nos criticaría despiadadamente por reconocernos como fuimos y -lo que es mucho peor -como seguiremos siendo. Sueño con zombis que están entre nosotros porque así me siento, escribiendo a las seis de la mañana para poder irme tranquila- de párrafos- a ver a mi nieta.
Es una vida pausada la de una abuela casi retirada ya de todo, a excepción de la encomiable tarea de hacer que los últimos pollitos desfilen hacia la universidad. Pero qué queda- en verdá- cuando ya nadie te coge la mano sin cogértela, qué queda cuando ya no te miran como el novio de Andrea en ese estado maravilloso del primer amor recién consumado por la felicidad y el futuro prometedor. No envidio nada porque todo lo he tenido, no dinero a mansalva, pero sí estabilidad, no la ataraxia pero sí una imagen vívida de ella. Pero ahora con la vejez plegándoseme a las alas, con las arrugas sin restarme la risa, ni las patas de gallo ser otra cosa que una anécdota cotidiana, veo la vida con cataratas de realidad porque como Andrés Hurtado me lo cuestiono todo. Los de cincuenta -o muchos más- que viven la búsqueda de la felicidad con frenéticos pasos, lo mismo no se dan cuenta que no los quieren en empresas que van a la búsqueda de sueldos menos costosos y grados profesionales más punteros. Nunca la economía fue más feroz que ahora, nunca menos compasiva para los huesos viejos que ya no hacen buen caldo de puchero. Las prejubilaciones son un salvavidas. En cambio los parados precarios por su edad, no son sino un mal de nuestra sociedad que solo ve en la mayor edad no experiencia o buen hacer, sino gastos y costes añadidos. Muy diferente es el modo oriental que venera a sus mayores, muy diferente a los americanos que empaquetan a sus hijos solos con 16 cumplidos, muy diferentes nosotros porque nuestros reyes fallidos, nuestra revoluciones de pega o nuestros cabreos no llevan a nada o hacen destronar a un rey que pudo- aun siendo francés – traer muchas más ventajas que el tosco de los Borbones. No tengo nada contra ellos y tengo todo porque vaya reata de imbecilidades que aun perpetúan- y sufrimos- aquellos que gustan de cuentos infantiles con princesas encantadas con la que nos está cayendo a nivel económico y social.
Los que tenemos muchos años vividos y sufrimos en nuestros albores la muerte de la dictadura, somos escépticos por naturaleza porque todo se nos escurre de las manos sin que podamos agarrarlo bien. Vivimos los sesenta muy niños, los setenta muy tontos, los ochenta a puntadas de hilo corvo y los noventa, ya madurados a fuerza de todo lo anterior. Desde allí, fueron años impares, a despropósito, para vernos en este 2023 que se acaba a renglones tensos, españoladas y otros vestigios históricos, sin ganas, con ardor de estómago y pesadillas de zombis que te despiertan a las seis de la mañana para redactar un artículo que no leerá nadie.