Opinión

Robinsones urbanos

Cuando ocurrieron los atentados sobre las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, me encontraba en mi habitación del hotel en Lima. Había llegado el día anterior desde el aeropuerto de Miami y había volado con American Airlines, precisamente desde el punto de salida de los aviones terroristas y con la compañía aérea que utilizaron. No conocía aún el suceso. Puse la televisión y la primera secuencia en la pantalla, fue el impacto de un avión sobre un rascacielos. Tuve la convicción de que era una película de catástrofe y hasta que el locutor empezó a comentar la realidad de la noticia, no tuve el conocimiento de que no se trataba de una ficción cinematográfica, sino de una impresionante y terrible realidad.

Algo parecido me ha ocurrido estos días. Regresaba con mi esposa de La Habana y como la información en ese país es escasa y la vida ciudadana se desarrollaba de una forma normal, no teníamos conciencia de lo que estaba ocurriendo. Una vez en España, nos encontramos con muchas personas con mascarilla e imágenes en la televisión de hospitales con el personal médico aislado. A los pocos días, estado de alarma con las familias encerradas en las casas, las calles vacías, la policía deteniendo a vehículos, a algunas de las pocas personas que circulaban y funcionarios, embutidos en trajes aislantes, desinfectando las calzadas y el mobiliario urbano. Si no fuese porque lo estamos viviendo, creeríamos que eran las escenas ficticias que habíamos presenciado en películas y series: Pánico en las calles (1950), Estallido (1995), Infectado (2009), Contagio (2011) o The Hot Zone (2019).

A toda la humanidad nos ha impactado una situación de extrema gravedad, inesperada, de la cual no sabemos ni lo que durará, ni las consecuencias del desastre humano y económico que está ocurriendo y seguirá. Lo más doloroso son los datos – en crecimiento constante– de infectados y de fallecimientos, que cada día nos ofrecen las informaciones mediáticas.

Parece ser que una de las medidas más efectivas para contención de infección, es la del confinamiento en los domicilios. Es evidente que la casuística es muy variada, habrá unos domicilios más adecuados que otros para el alojamiento, familias de muchos tamaños, presencias de niños o ancianos, unido a ello las mejores o peores relaciones de convivencia e incluso las particulares características patológicas, mentales y sicológicas de los enclaustrados.

Esta ha sido, unidas a otras, la medida adoptada por el Gobierno declarando el estado de alarma, inicialmente por dos semanas y prorrogada por otras dos. La continuada permanencia en un espacio cerrado, sin poder salir a pasear o hacer deporte, inexcusablemente debe motivar que se agudice el ingenio y se busquen alternativas para hacer más soportable, incluso agradable o útil, la obligada reclusión.

No obstante, es evidente que una parte de la población tendrá problemas de soledad, de claustrofobia e incluso depresión. Parece ser que en las farmacias ha aumentado la venta de ansiolíticos y antidepresivos y muchas organizaciones de siquiatras y sicólogos se han ofrecido para ayudar telefónicamente, de manera gratuita a quien lo necesite.

Entre otras motivaciones originadas por la situación de aislamiento social– de auténticos robinsones urbanos– no cabe duda que el enorme caudal constante de información y noticias sobre la cantidad de personas afectadas por la enfermedad y del número creciente de fallecimientos– cuando escribo este texto tenemos en España cerca de 60.000 afectados y casi de 6.000 muertes– hará sentir angustia, miedos y preocupación en muchas personas.

Viene a cuento citar al escritor suizo Rolf Dobelli, que no ahora, sino en 2911, publicó un libro de extraordinario éxito titulado The Art of Thinking Clearly, en el cual vertía su opinión de que las noticias perjudican a la salud. Recopila hasta quince argumentos para descalificarlas, entre ellos: que engañan, son irrelevantes, tóxicas, inhiben el pensamiento, funcionan como una droga, hacen perder el tiempo, nos hacen pasivos y matan la creatividad.

Por tanto, las noticias envenenan, activan constantemente el sistema límbico del cerebro. La producción de altos niveles de glucocortisoides hace disminuir el sistema inmunitario, haciéndolo más propenso a infecciones. Conducen al miedo, al temor, a la ansiedad, disminuyendo la concentración, la creatividad, la capacidad de pensar profundamente, incluso a la agresividad o a la depresión. Considera la imposibilidad de actuar de forma racional ante las imágenes que emiten los medios de comunicación. Estudios científicos también comprueban que, el consumo continuado de noticias traumáticas ocasiona lo que se denomina traumatización vicaria o estrés traumático secundario.

En la situación actual las malas noticias ocupan el cien por cien de la información y es difícil evadirse de ellas. Por una parte, es oportuno estar informado, pero al igual que cuidamos la alimentación, también debemos –sobre todo las personas más sensibles a sus efectos– moderar el consumo desenfrenado de estas nocivas influencias.

El obligado confinamiento, necesario por otra parte, puede servir para ocupar un tiempo que habitualmente no teníamos. Leer, escuchar música, utilizar las posibilidades de internet para ver películas e interesantes documentales, ordenar nuestro domicilio, recuperar y clasificar las antiguas fotografías o los archivos olvidados, conversar con amigos telefónicamente, enriquecer la comunicación familiar. Todo esto complementado con una actitud de consumo moderado de noticias –valorando el número de los recuperados– e implicación de pensamientos positivos y tranquilizantes. Es cierto que este virus tiene unas particularidades que exigen unas mayores medidas de contención, pero no debemos olvidar que en la temporada 2017/2018, fallecieron de gripe en nuestro país unas 15.000 personas que, en cierto modo, se asumieron sin alarma social. Lo positivo debe alimentar también, para tranquilizarnos, limitar el miedo y la angustia, que – guardando las precauciones aconsejadas– la probabilidad de contraer la enfermedad no es tan elevada. Suponiendo que en España sufrieran la enfermedad – aplicando una cantidad posible y deseablemente no alcanzable – 200.000 personas, la probabilidad de contraerla sería solo del 0.04 %.

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