Colaboraciones

Renta Mínima Vital

Llevábamos muchos años, demasiados, viendo cómo los voluntarios de Cáritas y otras organizaciones humanitarias acuden a los supermercados a recoger alimentos para los más necesitados. Esa vergüenza la hemos padecido los españoles, porque un país que no es capaz de garantizar un plato de comida a los ciudadanos deja mucho que desear.
Eso ocurría y ocurre en este país, pero hemos decidido acabar con esta tragedia social. Hemos acabado gracias a una ley, cuyo nombre suena bien, pero nos deja entrever que los que reciban la prestación no vivirán como marajás. Lo que viene a decir es que van a vivir con lo justo para no pasar hambre, pero lo harán dignamente. Esa es la razón por lo que se llama renta mínima vital.
Sin embargo, esa música no suena bien para todos, porque hay determinados sectores de la sociedad que critican con dureza esta ley. Balbucean que el país se arruinará, que solo se beneficiarán los golfos, los vagos y maleantes. Piensan que los ciudadanos dejarán de buscar trabajo, que se acomodarán y vivirán el resto de su vida gracias a esta prestación. Lo piensan porque ellos son capaces de hacerlo, algunos ya lo hacen, pero lo que perciben se llama nómina, dividendos o intereses de los fondos de inversión, no renta mínima vital. Lo piensan, porque son malas personas o no conocen historias como estas.
Hace dos años me encontré a Miguelito, un vecino de niñez de Reyes Católicos, mi antigua barriada. Miguelito trabajó durante muchos años en una oficina en el centro de la ciudad. Le pregunté cómo te va; me respondió que cerró la oficina, que lo despidieron y que llevaba más de dos años sin trabajar, que no cobraba ninguna ayuda. Vivía gracias a la caridad de una familia musulmana que se había mudado al edificio. Miguelito nunca se casó, tampoco tenía familia, vivió con su madre en una casa de renta antigua hasta que ella murió. Nos tomamos un café, conversamos del barrio, de nuestra niñez, recordamos a vecinos. Nos despedimos con un beso y un fuerte abrazo. Unos meses después me comentaron que había muerto. Había muerto una de las mejores personas que he conocido en mi vida. Hace unos días leía que un sacerdote, el padre Gonzalo, escuchaba cómo una madre le comentaba que había vivido muy bien durante muchos años pero se había quedado en el paro. Él escuchaba su historia en un despacho improvisado, a la entrada del almacén de la parroquia. Ella le decía que cuando su hijo le pedía un simple helado y le tenía que decir que no tenía dinero se le venía el mundo encima. El padre Gonzalo le respondió, vente todas las semanas que te daré comida y leche. La mujer comenzó a llorar y le dijo que jamás pensaba verse así, que tendría que pasar por esa vergüenza y, por supuesto, le agradeció al sacerdote la caridad, el apoyo y su comprensión.
Estas dos historias son un resumen de las miles de las personas que tienen que recurrir a la caridad de organizaciones humanitarias. No son golfos, ni vagos, son personas que viven en nuestros barrios, en su barrio, que han ido con usted al colegio, que han trabajado en la misma empresa pero no encuentran empleo. Ese es el único delito que han cometido. Ellos y ellas son las personas que comenzarán a cobrar la renta mínima vital.
Los que despotrican de esta ley, los que tratan de asustarnos de que el país se arruinará... esos y sus hijos nunca irán a nuestros colegios, ni vivirán en nuestros barrios y, mucho menos, se pararán a escuchar historias como las de Miguelito y Débora. Nunca lo hicieron y ahora tampoco lo harán.

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