No conozco demasiadas películas que se basen en uno o dos protagonistas como únicos miembros del reparto, algunas hay, pero convendrán conmigo que no es lo habitual. En el cine, como en la vida, las grandes historias precisan de actores y actrices secundarios, son aquellas personas que aportan credibilidad a la propuesta, y pueden ser la nota diferencial entre una buena historia bien contada, mal interpretada y en la que brillen sólo sus estrellas, o una historia que desprende realismo y que te atrapa y te sumerge hasta el punto de olvidarte de lo que hay a tu alrededor, capaz de traspasar tu superficie de espectador pasivo y rascar o acariciar tu fibra interior. Los personajes secundarios son en no pocas ocasiones la clave del éxito en el mundo del cine y también el de la televisión. Durante una época más larga de lo que nos gustaría, el cine español cargó con el estigma de contar con grandes actores y actrices que se encontraban bastante solos defendiendo un proyecto, rodeados por secundarios que hacían lo que podían pero que bajaban notablemente el listón interpretativo. El resultado era algo más impostado de lo recomendable y películas denostadas por ello que con el tiempo se ha comprobado que merecían una oportunidad.
Podríamos enumerar cientos de ellos, y cientos de intérpretes que centraron sus carreras en construir personajes secundarios y que fueron los verdaderos artífices de la gloria con menor reconocimiento, la clave del éxito. Quiero concentrar tantos y tantos nombres en un solo representante del gremio que bien sirve como ejemplo de lo que se expone y que recientemente nos ha dejado a los 83 años. Sirva pues esta humilde columna de opinión cinematográfica de hoy para visibilizar a “los otros”, en el nombre del polifacético Burt Young, fallecido el pasado 8 de octubre.
Quizá no nos diga demasiado su nombre, pero es más que probable que se le ponga cara rápidamente si aportamos que Reynolds es el eterno “cuñao” de la historia del cine, el Paulie de la saga de Rocky, el regordete y antipático hermano de Adrian, ese perdedor acomplejado y miserable, magistralmente interpretado por un actor soberbio, que suplía la ausencia de brillo en su físico con un talento innegable para dotar a sus personajes de esa tercera dimensión que los convierte en inolvidables.
Pero el actor italoamericano (Gerald Tommaso DeLouise era su auténtico nombre) no sólo fue el rostro de este personaje que quedó en la memoria de la cinefilia, sino que tuvo una trayectoria exitosa y dilatada, aunque empezó tarde, a los 28 años, en papeles de esos que no todo el mundo estaba capacitado para realizar. Precisamente ese rudo aspecto físico le hacía idóneo para personajes de películas ambientadas en los bajos fondos y el hampa, y pudimos verle en cintas como Chinatown (Roman Polanksi, 1974), en dos títulos de Sam Peckinpah, Los aristócratas del crimen (1975) y Convoy (1978), en la serie televisiva Baretta (1975), y en títulos como Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), Sed de poder (1984), Mickey Ojos Azules (1999), la mítica serie televisiva Los Soprano (2001) y Carlito’s Way. Ascenso al poder (2005). Ahí es nada…
Además, este aparentemente tosco intérprete, ha escrito guiones y obras de teatro, ha publicado una novela titulada “Endings”, tiene un restaurante en el Bronx, y ha expuesto cuadros de propia manufactura.
Pero, claro está, será especialmente reconocido, y volviendo a ello cerramos el círculo, por ese personaje que le reportó la nominación al Oscar al mejor actor de reparto, y que aportó tanto a una saga en la que él mismo en su carácter de ex boxeador fue consejero. Un artesano del cine y rostro conocido de esos que nunca serán suficientemente valorados. Descanse en paz, que se suele decir en estos casos.