Opinión

Olor a victoria

Dicen las que saben que sólo explorando las entrañas de la tierra y rectificando, se puede encontrar la piedra oculta. Eso hizo Joseph Conrad en 1899 con su relato corto El corazón de las tinieblas. Eso intentamos hacer algunas y eso hizo Coppola con Apocalypse Now.

El director de cine norteamericano tomó el relevo virtual al maestro Orson Wells, que ya intentó mucho antes hacer una película partiendo de la obra del polaco antes citado. El realizador de El padrino se lanzó a la loca aventura de adaptar al celuloide la obra de Conrad, un escritor que permitió que la magia de Gutenberg trasladará al papel sus vivencias como capitán de barco mercante en aguas meridionales y sus demonios como observador de una terrorífica realidad. Un clásico.

En 1975, cabalgando en la cresta de la ola, Francis Ford Coppola cambió la visión -que ácidamente describía Conrad- de una África colonizada y saqueada por un norte despiadado, por una visión no menos vitriólica de la intervención occidental en la antigua Indochina. El coste del caótico y multimillonario proyecto terminó doblando su inicial presupuesto de 16 millones de dólares.

El director tuvo que hacer frente a un tifón que destruyó todos los costosos decorados en Filipinas, al infarto de miocardio del protagonista (Martin Sheen) y a un Marlon Brando que llegó al rodaje sin saberse el papel y con un sobrepeso de 80 kilos respecto al estipulado en el contrato que obligó a la toma de cortísimos planos jugando con las sombras y a vestirlo con una amplísima camisola negra para disimular su estado.

El guión de John Milius se reescribió una y otra vez y el final, como en todas las películas míticas, tuvo varias versiones. Por si fuera poco, los helicópteros cedidos por el gobierno de Ferdinand Marcos para el rodaje (los mismos que habían servido en Vietnam) eran reclamados cada poco tiempo para luchar contra la guerrilla. Para el bestiario particular de Apocalypse now, merece señalarse que cada vez que las aeronaves eran requisadas, éstas debían ser pintadas con los colores del ejército filipino. El proceso inverso se llevaba a cabo cuando volvían al set de rodaje. De locura.

La banda sonora original tiene un papel destacado en una película que, a la hora del montaje, acumuló 250 horas de grabación o, lo que es lo mismo, 300 kilómetros de negativos. La sintetizada música de Carmine Coppola (padre del director y ganador de un óscar por su trabajo en este largometraje) se combinaba con la de los Rolling Stones o las partituras de Wagner. Sin embargo, sería “The end”, del grupo maldito The Doors, la que serviría de introducción a esta obra maestra del cine. De puro genio.

La historia es tan simple como tortuosa. El capitán Willard es enviado a la jungla camboyana remontando el Mekong para “poner fin sin perjuicio” al coronel estadounidense Walter E. Kurtz. El brillante oficial, saliéndose de la ortodoxia dictada por el Pentágono, había decidido hacer la guerra por su cuenta combatiendo al vietcong al mando de un ejército compuesto de nativas y de fieles compañeras de armas.

Apocalypse Now [una de las mejores películas de la historia junto con Casablanca, según este H2SO4] es, sin duda, una sucesión de vitriólicas críticas a la sinrazón que conllevan todas las guerras y algunas escenas han quedado para la historia del celuloide. La mítica escena del ataque de decenas de helicópteros contra una aldea costera vietcong, con la wagneriana “Cabalgata de las walkirias” a todo volumen, quedará para siempre en las retinas de las aficionadas al mejor cine.

Es precisamente en esa playa, tomada por el excéntrico teniente coronel William “Bill” Kilgore (interpretado por el genial Robert Duvall) para hacer surf, donde tiene lugar una de las muchas réplicas de culto de la película.

Sombrero de ala ancha del 7º de Caballería en ristre, el paranoico oficial ordena bombardear una parte de la jungla tomada por el vietcong para poder hacer surf. Tras la acción de las llamas, Kilgore afirmaba: “Me gusta el olor del napalm por la mañana. Nada en el mundo huele así”. Toda una declaración de intenciones.

Al mismo tiempo, y en medio de las explosiones, recordaba que “una vez, durante 12 horas, bombardeamos una colina y al acabar, subimos. No encontramos ningún cadáver de esos amarillos de mierda. ¡Qué pestazo el de la gasolina quemada! Aquella colina olía a… victoria” -sentenció.

Y en esas estamos.

Parapetadas en la ceguera social por voluntad propia, estamos consintiendo, o incluso alentando, auténticas barbaridades bajo el pretexto de la lejanía geográfica o circunstancial. Todo vale para que nada incomode nuestro particular “come y calla”, una variante nada sofisticada del “todo cambia para que todo siga igual”. Nada nuevo bajo el sol.

Nos abandonamos a las gruesas consignas y a los cantos de sirena a sabiendas de que son mentira. Siempre es más cómodo no pensar y, en lugar de reflexionar, preferimos creernos que la luz divina que emana de la salvadora de moda nos sacará de los infiernos a la terminamos por encomendarnos. Eso hacen las borregas que van al matadero sin rechistar, seguir la senda que les marca la perra pastora. El final ya lo conocen porque la historia no es precisamente yerma en ejemplos. Seguro que le suena.

Nos acomodamos a pensar que las funcionarias son unas vagas para evitar oponernos a las privatizaciones salvajes, en lugar de pelear por los servicios públicos. Cuando llegue el día que se nos queme la casa porque ya no exista un Real Cuerpo de Bomberos y no podamos pagar un servicio contraincendios privado, cuando no tengamos los medios de sufragar una operación quirúrgica a nuestras hijas porque los hospitales públicos hayan quedado como unas premorgues, entonces quizás nos demos cuenta de lo que ahora estamos permitiendo con nuestra servil y cómplice inacción. Brutal.

Cerramos los ojos ante el implacable asesinato del planeta que están llevando a cabo las grandes industrias, e incluso nos indignamos cuando las ecologistas se oponen a tal o cual acción en defensa del medio ambiente. Que se deforeste salvajemente el Amazonas o que se envenenen los mares es algo que parece no concernirnos. Al paso que vamos, no sólo nos estarán condenando a comer mierda, sino que además nos la servirán altamente contaminada. De puta pena.

Nos parece normal que a nuestras hijas se las amontone en aulas en las que se las prepara para ser dócil carne de cañón, desprovistas de cualquier sentido crítico que pueda cuestionar a la infernal maquinaria del poder. La inteligente versión incolora, inodora e insípida del “prohibido pensar” está más de moda que nunca y jamás fue tan letal. Y usted, tan contenta.

Ya no se trata de qué planeta le vamos a dejar a nuestras nietas, sino de qué nivel de erial vamos a legar a las futuras generaciones porque, como en la película de Francis Ford Coppola, el bombardeo de napalm social es constante y feroz. Otra cosa es que no lo quiera ver. De libro.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero si sigue considerando que en este H2SO4se describen dantescos e irreales escenarios fruto de paranoicas alucinaciones, quizás haya llegado el momento de sacar a pasear su nariz por la pestilente realidad. Si tiene la valentía de hacerlo, verá un mundo absurdo y suicida que prioriza las cuentas de resultados por encima de la humanidad, los dogmas y las religiones luchando por desterrar la razón y la inteligencia, mientras que la esclavitud intenta imponerse a la fraternidad. Sólo hay que querer percibirlo. “El horror, el horror…” decía el personaje de Brando al final de la película, justo antes de ser ejecutado. Premonitorio.

En una suerte de recreación de nuestra realidad basada en la inacción y el servilismo, el vocalista de The Doors, Jim Morisson, ya lo advertía, a mitad de camino entre el susurro y el grito de rabia, en el tema “The end” que inicia Apocalypse Now.

En 1967, su desgarrada voz ya avisaba de que “este es el fin, mi único amigo, este es el fin de las risas y de las pequeñas mentiras. Este es el fin de las noches en las que intentábamos morir. Este es el fin…”. Tal y como están las cosas, si aún no lo vemos así es que, muy probablemente, ya estemos muertas; otra cosa es que no seamos capaces de verlo. Definitivamente, este estercolero huele a victoria.

Nada más que añadir, Señoría.

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