Se acerca noviembre. El humeante olor a castañas invade las calles adornadas desde la orilla de los escaparates con maléficas calaveras y risueñas calabazas. Los puestos nos ofrecen cestos repletos de membrillos, chirimoyas, granadas, higos y frutos secos. Las floristerías ponen en remojo centenares de crisantemos, que lucirán frescos en nichos y mausoleos hasta que el tiempo los amustie para siempre. Los más jóvenes refrescan la ilusión de convertirse en glamurosas brujas o diabólicos demonios y en algún colegio alguien vestida de monja repasa su texto con el que intentará no flaquear ante los encantos de un impostado Don Juan. De una manera u otra nos llegan las señales de la celebración del día de los difuntos y cada uno, a su entender, se rinde a las actividades fantasmales del juego y de la fiesta.
Entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno los antiguos celtas celebraban el final de la cosecha, fecha que unieron al final del verano. Tal vez fuera por el temor al ciclo de oscuridad que les esperaba por delante, lo cierto es que comenzaron a creer que durante esa celebración, que llamaron el Samhain, los espíritus de los muertos regresaban a visitar el mundo de los mortales. Estas tribus celtas se disfrazaban para ahuyentarlos y evitar ser arrastrados al más allá.
Mucho tiempo después, los irlandeses católicos emigraron a los Estados Unidos llevándose con ellos esta tradición. Así que, para decepción de muchos, esta hollywoodense fiesta no tiene más de americano que la calabaza, cosecha que se daba en abundancia allende los mares y que sustituyó a nabos y patatas. Con la expansión del cristianismo durante el imperio romano, la antigua iglesia dedicó un día con su correspondiente vigilia a los mártires de la fe cristiana, la mayoría de ellos perseguidos y asesinados por Diocleciano. Fue así, corriendo mucho en la historia, como a esta fiesta se la comenzó a llamar la víspera de todos los santos, en inglés All Hallow ́s Eve. De este modo el celta Samhain terminó convirtiéndose en el globalizado Halloween. No estamos tan lejos los unos de los otros.
Para la medicina, la muerte es el cese de las funciones fundamentales. Desde el punto de vista biológico la muerte se produce con el fallo cerebral que deriva en la muerte de todo el organismo. Para la filosofía la muerte es parte de la vida. Sin embargo, para la mayoría de nosotros es imposible percibir la muerte como otra cosa diferente a la ausencia definitiva del ser querido. La muerte del cuerpo nos deja plenamente conscientes de la perenne desaparición de la persona.
Religiones y filosofía han tratado, a lo largo de la historia, de mitigar las inexorables consecuencias de la muerte, ya sea prometiéndonos un lugar mejor en el que reposar el alma o aleccionándonos sobre la necesidad de asumir el final. Uno de los lemas más destacados de la filosofía antigua es que la vida consiste en aprender a morir. Morir es la afirmación de la existencia.
Tal vez esta sea una de las enseñanzas pendientes en nuestra cultura, la de procesar desde la infancia nuestras propias limitaciones y entender la vida como un proceso finito y limitado. No es fácil educar para la muerte, para la muerte del otro. A modo de forma de consuelo hemos planteado la muerte como un viaje. No los vemos pero están en algún lugar, han viajado al cielo, al más allá o al mismísimo infierno. A veces, viajan tanto que quedan descompuestos en forma de energía y materia. Para los antiguos romanos, los muertos realizaban su último viaje a través de la laguna Estigia. Se les lavaba y perfumaba y cuando lucían puros, se les introducía una moneda en la boca, el óbolo, como precio para que el barquero Caronte los transportara al Hades, el reino de los muertos.
La nada de sus cuerpos nos duele tanto que sentimos la necesidad de recolocarlos en alguna parte, aunque queden muy fuera de nuestro alcance. A los niños les decimos que esos seres queridos ya no están, pero que permanecen felices en algún lugar desde el que nos observan y cuidan. El relato, que pretende ser infantil, se convierte en un consuelo colectivo. Los perdemos pero los convertimos en fantasmas, espíritus buenos a los que a veces, si la necesidad aprieta, les podemos sentir hasta el aliento. Estando en el tanatorio les hablamos en silencio, les contamos lo que nos quedó por decir, nos disculpamos, les hacemos promesas porque, delante de sus cuerpos, sentimos que aún no se han marchado. “Tánatos” era como los griegos llamaban a la muerte, de ahí tenemos las palabras tanatorio, eutanasia y el término tanatonauta, que describe a la persona que ha estado en el tránsito entre la muerte y la vida.
Nuestros queridos fantasmas nos esperan el día de todos los santos. Los celebraremos en la fiesta de la muerte, que huele a castañas y crisantemos, sabe a calabaza o suena a versos del Tenorio. Sea como sea, todos formaremos parte de esta comunión fúnebre en la que quedarán recordados.
En México creen que la verdadera muerte nos llega cuando somos olvidados. Levantan imponentes altares adornados con las fotografías de los finados y ramos de flores de cempasúchil, cuyo aroma dicen que guía a las almas de los difuntos en el camino al mundo de los vivos. Hemos visto esta temática en la tierna película producida por Pixar, COCO. Uno de los disfraces más populares allá es la catrina, convertida en el icono de México, y que ya vive también entre nosotros.
La catrina es una ilustración del caricaturista José Guadalupe Posada y comenzó siendo una crítica a los indígenas adinerados que renegaban de sus orígenes y llevaban un estilo de vida que no les correspondía. Esta calavera desnuda y ataviada con lujosos sombreros se llamó en un principio la calavera garbancera (los ricos comían garbanzos y no frijoles). Fue popularizada por el artista Diego Rivera y desde entonces la catrina ha recorrido, junto con los mexicanos, los umbrales de la muerte en ese día de fiesta nacional con sones tan populares como:” Las que hoy son empolvadas garbanceras, pararán en deformes calaveras”
Ha llegado noviembre y nuestros fantasmas están más cerca de nosotros que nunca. Los habrá rememorados entre sonrisas, los habrá todavía muy llorados y los habrá dos veces muertos por no ser por nadie recordados. Celebramos el claroscuro de la vida, cada quien a su manera. Estarán invisibles entre nosotros, todos ellos: los viejos, los enfermos, los asesinados, los accidentados, los prematuros, y los suicidados, y recuperaremos las fuerzas para seguir amándolos. “Su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.