No es difícil envejecer, sino recordar cuando eras joven, lo que sentías y esperabas del mundo. No me importaría envejecer hasta momificarme, si mis arrugas estuvieran reflejadas en las tuyas y tus canas reposaran entre mis dedos artríticos y tu sonrisa se perdiera en mi boca desdentada.
No sería mayo maldito si no te hubiera llevado con él para siempre dejando marcada mi alma, si no fuera mes de duelo eterno, ni tuviera que ver nacer a todo lo que de la tierra brota , mientras tú no estás ni en injerto reciente, ni en sombra seca , ni en campo de trigo añejo.
No es difícil creer en un más allá cuando el más acá es próspero y tranquilo. Verlo, en cambio, desde las lágrimas, rojos los ojos de desesperanza, no es más que un navajazo en mitad de la médula.
Ser joven no es una estación ni una temporalidad, sino un estado vital de crecimiento cárnico, visual, quizás esporádico para el que lo protagoniza como si el virus de la inmortalidad jamás pudiera ser asimilado. Ser joven no se nota sino que se percibe, sobre todo cuando ha pasado como borrachera extenuante y loca que sólo se recuerda en el dolor de cabeza de la resaca. La vejez no, porque va a ritmo de carreta del oeste, seguro, lento, perceptible y culpable. Atrancada a articulaciones y escalones, a movimientos lentos de tentempié que en una de éstas se cae, con pensamiento envuelto en un sinfín de ideas confusas, adobado todo de mucha mala leche. ¿Por qué no? Si ya nada nos llena como ese despertarte bien, vivir bien aun creyendo que no y protestando por todo, porque esa burbuja rosa es inapreciable para los que la disfrutan.
En cambio, la vejez es plenamente comprensible para los infectados en ella, que conscientes a su suerte de seguir vivos quieren hacer lo que sea para no llegar a destino final.
"Es raro que fuera Mayo, porque parecería hecho a conciencia, porque si hay algo peor que una pérdida es que vaya acompañada del odioso invierno"
Mayo no sería más que otro mes en el que plantásemos rosales, tú con el azadón protestando a cada palmada de tierra que fueras extrayendo, yo mirándote, riéndome por lo bajini. Mayo sería un despertar cada mañana, con artrosis, gordura o flaqueza, canas y arrugas, pero juntos, envueltos en nuestra querencia. En cambio, Mayo se ha vuelto melancólico y hastiado, sin que ni los mirlos que alimentan a sus crías con babosas y caracoles sean capaces de hacerme esbozar una sonrisa. Ya no grito a la lluvia, bendiciéndola. Ya no me río a carcajadas, excepto en ocasiones tan especiales, que creo que ni siquiera es mía esa risa.
Es raro que fuera Mayo, porque parecería hecho a conciencia, porque si hay algo peor que una pérdida es que vaya acompañada del odioso invierno.
Nunca fui fanática de la primavera como Gloria, la estanquera de la calle Rosario que le escribía largos poemas en una revista cultural que se editaba a base de las donaciones de los autores. Nunca amante de los lirismos, ni otras chuflas. Siempre he sabido lo que era. Tú también, que para eso tenías coraza de guerrero para estar conmigo.
La juventud se vive. La vejez se cuenta. Contigo la vejez hubiera sido vívida, espléndida en su encogimiento de voluntades. Hubiera contado solo lo superfluo, lo fatuo, lo positivo. No esta retahíla de batallitas vacías. Mayo hubiera sido un mes más en que cogernos las manos sin prisa, en que vernos sin mirarnos, en que estar para serlo.
Pero no quiso el destino. Desde entonces, mayo se me hace burruño en las tripas. Y por más que pasen los años y los tomates broten y los mirlos busquen acomodo en las ramas de esos árboles que tú plantaste- y luego injertaste-nunca será un hogar, porque sólo lo serían tus arrugas mirando las mías, tus canas abrazando a mis canas y muchos silencios llenos de palabras que no habría ni que pronunciar para saber que seguíamos siendo.