Opinión

Los siete durmientes, por Septem Nostra

Miro por la ventana y cae una lluvia incesante. Llevamos así varias semanas en las que las nubes cargadas de agua no dejan de pasar sobre Ceuta. Hemos pasado de una pertinaz sequía a una acumulación importante de agua

Para los que trabajamos a la intemperie estas lluvias suponen un contratiempo importante y un motivo de preocupación sobre el estado de conservación de los restos arqueológicos que estamos exhumando. Los plásticos ayudan a paliar el efecto del agua, pero cuando se juntan el agua y el viento la situación resulta incontrolable y frustrante. Sabemos que estas lluvias son necesarias y muy importantes en estas semanas anteriores al comienzo de la primavera. Tengo ganas de ir a pasear de nuevo por el arroyo de Calamocarro para disfrutar de la amplia paleta de colores que muestra este espacio natural protegido en el momento en que Proserpina regresa a la tierra de su cautiverio en el oscuro inframundo. Quiero deleitarme con el sonido del agua que discurre a toda velocidad por el arroyo hasta disolverse en la confluencia de los dos mares. El olfato también participa del festín primaveral captando una sinfonía de olores que resulta difícil describir con palabras. Hay que ir allí y disfrutarlo. Mi admirado Henry David Thoreau anotó en su diario que “si una fenómeno hogareño es capaz de suscitar una emoción parecida a la que suscitan las pirámides, no veo ninguna ventaja en ir a ver las pirámides. Es, en general, mejor y más simple usar el lenguaje habitual. El poeta echa sus mejores raíces en su tierra natal, más incluso que cualquier otro hombre, y es un ser difícil de trasplantar. La fuerza, la riqueza de un hombre, se acrecienta cuando está en su tierra natal. Aquí llevo yo 40 años aprendiendo el lenguaje de estos campos para ver si consigo expresarme mejor”. Lo cierto es que los ceutíes, si supiéramos apreciarlo, no necesitaríamos viajar a ningún otro lado para vivir experiencias significativas y emocionarnos con la belleza de unos paisajes y de un lugar tan mágico y mítico como Ceuta. No hace falta buscar un lenguaje rebuscado y obtuso para expresar lo que despierta en lo más profundo de mí ser esta tierra que me vio nacer y en la que sigo viviendo. Procuro vivir de la manera más digna, plena y rica que puedo, centrado en mi propio autodesarrollo sin dejar de contribuir, en la medida en la que puedo, a la investigación, difusión y protección del patrimonio natural y cultural de Ceuta. No lo hago sólo. Estoy acompañado del leal grupo de amigos que formamos la asociación Septem Nostra. Nos preocupa a los integrantes de nuestra entidad el maltrato que se dispensa a este bello paraje y el desaprovechamiento de nuestras extraordinarias condiciones geoestratégicas, naturales e históricas para la creación de empleo. Observamos igualmente con preocupación el paulatino deterioro de la calidad de los sujetos que nos rodean debido a la imposición de un modelo educativo que aísla a nuestros hijos entre cuatro paredes y los separa de la naturaleza. Los saberes y habilidades tradicionales asociados al cultivo de la tierra y de los recursos marinos se han perdido o están a punto de extinguirse, como la que atesoran mis queridos maestros salazoneros. Aislados, como están muchos, de la naturaleza es fácil caer presa de lo que Lewis Mumford denominada el “hacinamiento psicológico”.

Nos hemos convertido en presos recluidos en una celda cuyos barrotes son todas las ideas doctrinarias y sinsentido que nos inculcan desde la escuela hasta los medios de comunicación

La única manera para escapar de esta cárcel es encontrar la llave que guardamos en nuestro interior. Para hallarla hay que profundizar mucho y llegar a los estratos más profundos de nuestro ser. Esta excavación es mejor plantearla a cielo abierto y teniendo en la cabeza siempre tres virtudes: paciencia, confianza y buen hacer. Entonces llega un día en el que te das cuenta de que nuestro interior no es más que una extensión del mundo exterior. Descubres, sin quererlo, que contemplando la naturaleza llegas hasta las puertas del templo interior y que dispones de una llave para abrir este santuario y acceder al “santa sactorum”. Los artículos de opinión suelen estar escritos en género neutro o plural, sobre todo cuando lo firma un colectivo, como es nuestro caso. Sin embargo, pienso que es hora de hablar en primera persona, aunque el nombre del autor no figure de manera expresa. A estas alturas, a nuestros lectores no debe de costarles mucho adivinar a quién le ha tocado escribir la colaboración semanal de nuestra asociación. Estoy convencido de que los escritos que resultan más interesantes a la gente son aquellos que logran captar la experiencia más íntima y querida de la mayoría. No interesa tanto la experiencia de aquellos que han viajado muy lejos, como la de aquel que, como dijo Thoreau, “ha vivido del modo más profundo y ha pasado más tiempo en su propia residencia”. Tengo la sensación de que vivimos en la superficie de nuestro ser y que, como los icebergs, sólo es visible una pequeña parte emergida de todo lo que somos. La mayoría de las personas intuyen que hay algo más profundo en lo que son, pero no se preocupan de investigarlo y, otros, que lo conocen, sienten grandes recelos a la hora de mostrarlo. Unos se ocultan tras versos indescifrables o expresiones artísticas de una complejidad extraordinaria y otros viven y mueren sin haber dado muestra de todo lo que llevan dentro. De modo que si queremos vivir de manera plena no nos queda más remedio que ser sinceros y valientes. Desde mi punto de vista, una de las mejores pruebas de valentía consiste en abrir nuestro corazón y mostrar parte de lo que llevamos dentro. Siempre hay un núcleo en nuestro ser, tan íntimo y personal, que se resiste a ser expuesto a la mirada de los demás. Y así tiene que ser. No obstante, vivir sólo lo hacemos una vez y merece la pena ser vivir la vida sin tapujos ni complejos. Debe ser cosa de la madurez esto de otear la vida desde un altozano y tomar conciencia de la magnificencia que nos envuelve. Por este motivo cada día me gusta más subir a alguno de los magníficos miradores que tenemos en Ceuta para verme a mí mismo y a la ciudad desde cierta distancia y perspectiva para entenderme y entender el lugar en el que nací y vivo. Ambas cosas son para mí inseparables. Conocer el “genius loci” de Ceuta es adentrarme en lo que soy, y al revés sucede lo mismo. Este distanciamiento de la realidad cotidiana sirve también para relativizar todo lo que nos pasa. Si algo he aprendido en estos últimos años es que nada es casual. Todo responde a un plan cuyas etapas son las que entendemos al pasar cierto tiempo. Lo que hoy nos parece una calamidad o un contratiempo luego cobra todo su sentido. Por ello hay que ser pacientes y permanecer atentos a lo que nos dicta nuestra intuición y conciencia. Tengo la sensación, desde hace tiempo, de que el espíritu dormido de Ceuta lucha por despertarse tras siglos de un profundo letargo. Bien podría ser que los Siete Hermanos que le dieron nombre a Ceuta en época romana, -y que siguen estando en el nombre de nuestra ciudad-, sean los mismos que en el cristianismo y en el Corán permanecieron durante más de trescientos años durmiendo en una profunda y oscura caverna. No debe ser causal que en la misma Sura del Corán, -llamada precisamente “La caverna”-, se hable de estos siete durmientes y de Al-Khidr, el custodio de la fuente del Agua de la Vida, localizada en “la confluencia de los dos mares”. Que tantos mitos y leyendas encajen con Ceuta pone en evidencia el carácter sagrado y mágico de nuestra ciudad. Vivir aquí, en esta tierra, es un lujo al alcance de pocos. Motivos tenemos para sentirnos orgullosos de poder llamarnos ceutíes. Ahora sólo falta que este orgullo se convierta en incansable lucha por este lugar y sus gentes. La historia de Ceuta es el pilar sobre el que gira la espiral de la vida. Para que siga desplegando toda su fuerza los ceutíes debemos actuar de manera sinergética haciéndola girar. El amor a esta tierra, la sabiduría heredada de nuestros antepasados y la confianza en el futuro son la fuerza que necesitamos para ayudar a despertar el espíritu dormido de Ceuta y a sus siete custodios. Para los siete durmientes no habrá pasado más que un día, demostrando que el tiempo es algo relativo. Para quien vive de manera plena, trescientos años son un día, como un minuto de plenitud puede compararse con toda la eternidad.

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