Los lápices que se quedan sin punta, las gomas deformes en su pequeñez, los restos de comida que se olvidan en el fondo de la nevera. Ese postre que no gustó a nadie, expuesto entero para vergüenza de su creadora entre las otras bandejas de aluminio desnudas de carnaza, en las reuniones infantiles.
Todo lo que se queda atrás me acongoja. Las estaciones, más que los meses. La prontitud con que sucede todo. La inmediatez de la memoria olvidadiza. Lo fácil que se pliega y arruga una hoja. Lo imposible que vuelva a su origen. Lo difícil que es besar con los labios entumecidos por el llanto. Lo fácil que es odiar sin tregua a la amargura. Lo que duele hacer el día, desplegando epiteliales de la calidez de las sábanas. No importa absolutamente nada y, por contra, es necesario absolutamente todo... El tiempo, los segundos, el esfuerzo, incluso dar impulso a la vida que siempre caminó sola.
Nos creemos imprescindibles en un mundo perdido por la insignificancia, la podredumbre, la miseria y la insolidaridad, encubierto con lazos de satén y purpurina. Dijo una influencer que dejar de respirar nos quitaría las bolsas de los ojos y casi nos morimos en el intento. Luego, resucitamos a golpe de ayuno, desquitándonos la hambruna con pepinos avinagrados y ramen de avena.
Hemos crecido en estulticia sin que nadie nos la compre al peso de lo mucho que abulta. Demandamos amor por la comisura del alma, pero babeamos sexo. Echamos de menos la negrez de las uñas de cuando éramos niños, reliquia venerable del guano de la goma Milán requeteusada, porque era real y nuestra.
Los lápices – entonces- eran aliados del ADN, integrados en nuestra propia esencia, despuntados y ensalivados, machacados a mordiscos, torturados, juntos y revueltos en cartucheras pringosas.
Corrimos tanto- y con tantas ganas- que nos pasamos y ahora andamos cadavéricos, sin entender bien qué hicimos para vernos viejos sin haber vivido más que en sueños.
No sabemos a ciencia cierta en qué parada nos equivocamos, ni en qué feria nos emborrachamos tanto que perdimos los papeles del guion de nuestra propia existencia.
Ya nada tiene remedio, porque en el ahora solo intentamos coger cabo de amarre en el cajón de las fichas batallando contra los peones y las reinas muertas. Sin amigos- ni compadritos- suspiramos, con los niños crecidos, las rodillas apalabradas con la artrosis y la mala leche rastrera. Lo que más nos jode es que somos cascarón de huevo al que toca jugar donde le dejen, en esta supuesta realidad que quizás solo sea el episodio piloto de una mierda de serie de Netflix.
Y aun así, me clavaría lápices despuntados en la retina de mis ojos y comería miles de gomas destrozadas por el tiempo si tú volvieras aunque solo fuera un rato, porque nada más que tú sabrías dónde se escondieron mis besos, cómo cambiaba el color del firmamento cuando te abrazaba o desde dónde nacía ese suave ronroneo que hacía mi cuerpo al estar cerca de tu cuerpo. Si tú volvieras a abrazarme como entonces, uniendo tu aliento con mi aliento, mirándome como si no hubiera mañana, ni estuvieras muerto, nada importaría ni un ápice porque todo, absolutamente todo, sería perfecto.