La ‘Compañía de César Martín’ representa con éxito una adaptación de Reza, en donde la cerrilidad humana aflora según avanza la historia.
Más allá de la inocencia de los niños, incluso a pesar de que medie una pelea entre dos, una de esas maneras en las que, guiados por el instinto animal innato que habita en los seres humanos, solucionan en ocasiones los conflictos los críos, se erigen, gigantescas como monstruos, las figuras de los adultos, de quienes han crecido en la contaminación que invade el ambiente de nuestra época y han contribuido a ello. La autenticidad, si cabe, de la infancia mancillada por la brutalidad del hombre, he ahí el alero sobre el que pendía la historia representada anoche en el Teatro Auditorio del Revellín por la ‘Compañía de César Martín’, una acertada versión de la obra teatral original, a cargo de la dramaturga francesa Yasmina Reza, ambas bajo el mismo título: ‘Un Dios salvaje’.
La historia, pues, mostró a los espectadores un espejo con dos caras, la de la infancia y la de la edad adulta, derivándose a lo largo de la trama en una tesitura cruel, pero certera: pese a que la sangre corra en la pelea entre niños, sobre todo en uno de ellos, la verdadera brutalidad se palpa entre los adultos, los padres de ambos contrincantes, marcados claramente de prejuicios sociales y de una ausencia de razón insoportable. Reunidos los progenitores en el hogar del perjudicado de la pelea –agresión–, al principio las palabras son pura cortesía, buenos modales y hasta educación: todo resultaría falaz hasta recaer en un escenario tenso y guerracivilista.
A esta sensaciones, primero de calma y paz y finalmente de violencia y tensión, se desembocó gracias a la propia historia, dueña de diálogos exactos, pero sobre todo a raíz de la excelente interpretación de cada uno de los protagonistas, a quienes dieron vida el propio César Martí, Mónica Martín, Miguel Ángel Mendoza y Montserrat Taboada, artífices esenciales, pues, de que ante los ojos de los espectadores se mostrara el mundo real y la condición humana.