Opinión

‘En la noche de San Juan’, última novela de Gallego Tribaldos

Juan José Gallego Tribaldos, hasta hace poco profesor de Lengua y Literatura y hoy acreditado escritor con varias novelas publicadas, fue en su infancia y adolescencia seminarista. A través de su última novela, ‘En la noche de San Juan’, recientemente publicada por la joven editorial Esdrújula de Granada, es posible rastrear este pasado seminarístico de nuestro autor. También las razones que le llevaron a abandonar el seminario y pasar al mundo laico. Quizás todas las razones  se puedan reducir a una sola y definitiva razón: el eterno femenino, muy fácil de seguir en el libro a través del alter ego del autor, el joven seminarista Julio, un chico cándido y piadoso hasta el día y la hora en que, después de ver por primera vez en su vida los muslos y las bragas de una chica, la dulce y pizpireta Adela, empezó a sentir la llamada de la carne y el despertar de su incipiente pubertad. Los grandes remedios de su confesor y director espiritual –rezos, cilicios y sacrificios-, si bien al comienzo parece que eran la gran solución contra la indomable lujuria del joven seminarista, al final no consiguen atenuar su doblegada virilidad y es el amor el que triunfa.
Pero, si el joven Julio puede ser el alter ego de nuestro autor en su época de penitencias y seminario, el maestro rural don Federico –otro personaje interesantísimo del libro-, también lo puede ser en su época adulta, cuando Juan José Gallego Tribaldos, confinado en un pueblo de cuyo nombre no quiere acordarse, comienza a ejercer su profesión de enseñante. Profesión extraordinariamente difícil y comprometida, siempre vigilada por el régimen, que veía en cada maestro un defensor de la escuela laica y atea.
El maestro, y otros personajes del libro, con  todas las vicisitudes y sinrazones que van viviendo, le permiten a nuestro autor mostrarnos en toda su crudeza y magnitud el entramado político social de la época. El régimen, tras ganar la guerra que había iniciado con el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, (victoria conseguida gracias a la eficacísima ayuda de Italia y Alemania y a la cobardía de las potencias democráticas), ha logrado extirpar todo atisbo de oposición y, aunque sea dentro de la mayor hipocresía, todo el mundo aparenta su adhesión al Caudillo, a la Iglesia y a Falange. En todos pueblos de la España de entonces los encargados de mantener el orden y que no se moviese ni la hoja de un árbol son el alcalde-cacique, nombrado a dedo por el Gobernador de la provincia, el jefe local de Falange y el comandante del puesto de la Guardia Civil. A ellos hay que añadir el cura, por lo general muy amigo de los ricos y siempre propicio a asegurar a los pobres,  tras la resignación en esta vida, la felicidad eterna en la otra. Esta alianza Iglesia y fascismo dio lo que se ha dado en llamar nacionalcatolicismo que, en las zonas rurales de España, ofrece este panorama de miseria y decadencia que Gallego Tribaldos nos describe así: Pueblos pastoreados por la Iglesia y el franquismo, sin asfalto ni empedrado, calles y plazas polvorientas en los meses estivales y embarradas cuando las lluvias, sin luz eléctrica, teniendo que alumbrarse con candiles, quinqués, carburos y mariposas.
El pueblo en donde transcurre la acción de la novela de Gallego Tribaldos no es una excepción. A todos los males ya enumerados hay que añadir otros dos que el ojo del espectador no puede percibir en su primera ojeada: una desoladora ignorancia –aproximadamente la mitad de la población es analfabeta-, y un fanatismo religioso que sobrepasa todos los límites. Los sucesivos curas que han ido pasando por el pueblo, así como la disciplinada tropa de beatas, han sabido mantenerlo e incluso darle alas y pábulo. El nuevo cura, don Bernardo, que al comienzo de la novela acaba de llegar al pueblo (el cura anterior ha sido fulminado por el obispo debido a una historia de faldas) es un personaje contradictorio y desde el punto de vista literario interesantísimo:  cada vez que sube al púlpito conmueve a viejas y beatas exaltando la castidad y denostando el pecado de la carne, lo que no le impide en su vida privada tener dos amantes y un hijo con la más guapa, rica y atractiva de las dos. Algo parecido ocurre con sus alabanzas al Régimen, su opinión sobre la Iglesia, y un largo etc., etc. de postulados católicos en los que no acaba de creer, pero en el púlpito los santifica y elogia. Es en la pequeña tertulia que mantiene con sus amigos el maestro y el médico del pueblo, donde don Bernardo abre su corazón y se sincera, rogando siempre a sus amigos que mantengan el secreto. Y es también en estos momentos de relativa sinceridad donde nuestro autor nos va mostrando su lado más crítico contra la Iglesia, el régimen franquista y los poderes fácticos.
La situación se complica cuando el hijo del cura, que también es cura y, por si fuera poco, jesuita y de un fanatismo perverso y turbador, descubre que es hijo del pecado. Su desbordada admiración por el P. Bernardo, que él sólo creía amigo de la familia, de repente se transforma en odio. Hasta dónde llegará ese odio y qué caminos va a tomar forma parte de la trama de la novela que aquí no vamos a revelar.
La novela de Gallego Tribaldos tiene un marcado interés tanto para creyentes como para no creyentes. Muchos de los temas que aborda se prestan a grandes discusiones y polémicas. Valgan de ejemplo el de razón y fe o el más repetido en todo el libro: el sentimiento de culpa. ¿Por qué se aferra tanto la Iglesia en sembrar en la mente de todos sus adeptos el sentimiento de culpa? La respuesta ya la sabe el lector: porque en seguida va a decirnos que ella tiene en sus manos el remedio contra ese sentimiento de culpa: la confesión, el arma silenciosa que le ha permitido a la Iglesia dominar medio mundo. Incluso hubo una época en que era más importante ser confesor del rey que rey de España. Frente a otros autores  -Mirbeau, por ejemplo, o, entre los españoles, Vicente Blasco Ibáñez o Agustín Gómez Arcos-, que tildan la confesión de lavado de cerebro, aquí aparece en su sentido católico más estricto de sacramento que permite al pecador lavar todos los pecados y dejar su alma limpia como si acabara de nacer. Algo parecido ocurre con la comunión que, lejos de aparecer con un sentido simbolista, que evoca o recuerda la lejana presencia de Jesús en el mundo, aquí se convierte en la propia imagen de Jesús. Lo cual, si lo aceptásemos, convertiría a cada comulgante en un antropófago.
Pero, aparte del tema religioso, ya evocado, el libro de Gallego Tribaldos tiene otros muchos atractivos: la evocación de la vida de  un pueblo  de la zona de Guadix, a través del ciclo completo de un año, -fiestas, siembras, cosechas, folclores, sucesos, alegrías, gozos y desdichas-,  la solapada y constante crítica de la dictadura franquista, el ingenuo y dulce erotismo de los encuentros del seminarista Julio con Adela, los toques de ironía y  humor con que el autor, aquí, allá y acullá va salpicando su obra. A esto habría que añadir un estilo impecable, sin barroquismos ni barbarismos y siempre en un lenguaje fácil y asequible a todo tipo de lector.

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