A veces, tenemos entre los hombres del siglo pasado, pensadores que se allegan al momento presente, como agua de mayo, para comprender que no hay nada nuevo bajo el sol -frase que solemos emplear muy a menudo, para dejar constancia de lo aconsejable de regresar a los acontecimientos del pretérito-, y que las circunstancias que acaecían en los años anteriores a la «Guerra Civil», ya se dibujaban en la realidad social del momento en las mismas preocupaciones y las mismas problemáticas que ahora se dan -aplicado ya el artículo 155 de la Constitución de 1978, por el Gobierno del partido Popular , tras el voto favorables de Senado- principiado ya el siglo XXI en España, y trascurrido cerca de un siglo, del “ensayo del ensayo” que publicara José Ortega y Gasset*, que tituló: «La España invertebrada».
Este libro o mejor: «ensayo de un ensayo» -como le gustaba referirse Ortega-, tiene una larga relación con el articulista, desde hace muchos años, pongamos: desde 1970, que nos lo recomendó Marcos -el profesor de Lengua y Literatura- en su lectura literaria de Gasset; que si bien destacó por sus razonamientos filosóficos, no es menos cierto, que también por su pluma clara y concisa, que dispuso poner el castellano al alcance de todos aquellos que gustaban de leer e interpretar sus diferentes libros de naturaleza social y política, como por ejemplo, las controvertidas y sugerentes páginas de su libro tal vez más leído: «La rebelión de las masas».
La primera edición de “La España Invertebrada” es de 1921; la segunda edición de 1922; y la primera edición de la Colección Austral (Espasa-Calpe) del año 1964, y los párrafos que hemos transcrito, de la octava edición de 1984 con el Nª1345 que guardo como un incunable...
Todo lo que en estos días está acaeciendo en Catalunya, ya lo explica perfectamente el pensamiento orteguiano con una claridad que nos deja asombrados, pero con una anticipación de cerca de un siglo (96 años), desde aquel lejano 1921 que tuvo a bien el autor publicarlo.
A nuestro parecer, Ortega, analiza y es un buen conocedor de la idiosincrasia española como el que más, dejándonos para aquellos que gustamos la historia, una sugerentes páginas en este «ensayo de ensayo», que capta perfectamente el deterioro de aquella España de principios del siglo pasado, y su falta de convencimiento para la nacionalidades periféricas de un proyecto común que los ilusionase y los atara a una empresa de mayor significación política y social.
Y, aquí os pongo estos párrafos que, a modo de ave premonitora, Ortega y Gasset nos dejó, anticipándose a la guerra que estaba por llegar; y, a la dura dictadura franquista de cuarenta años que también se allegó. Y, hoy, a cuatro años de cumplirse el centenario de «La España invertebrada», resurge sus premonitorias páginas con la proclamación de la República Catalana por los independentista; y, la consiguiente aplicación por parte del Gobierno del artículo 155, y sin que los políticos españoles y catalanes se apresten a entablar un dialogo que pueda solucionar las demandas de los pueblos que ellos deben de gobernar, y pareciera que más bien desgobiernan: «Analícese las fuerzas diversas que actuaban en la política española durante todas esas centurias, y se advertirá claramente su atroz particularismo.
Empezando por la monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás.
Han hecho todo lo contrario: Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales (1); han fomentado, generación tras generación, una selección inversa en la raza española. Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas.
Ella mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir a los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables.
Ahora, bien: el error habitual, inveterado, en la elección de personas, las preferencias reiteradas de lo ruin a lo selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo. Cuando se tiene el corazón lleno de un alto empeño se acaba siempre por buscar los hombres más capaces de ejecutarlo.
En vez de renovar periódicamente el tesoro de ideas vitales, de modos de coexistencia, de empresas unitivas, el Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados.
¿Es extraño que, al cabo del tiempo, la mayor parte de los españoles, y desde luego la mejor, se pregunte: para qué vivimos juntos? Porque vivir es algo que se hace hacia adelante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro. No basta, pues para vivir la resonancia del pasado, y mucho menos para convivir. Por eso decía Renan que una nación es un plebiscito cotidiano.
En el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal sufragio que decide si una nación puede de verdad seguir siéndolo.
¿Qué nos invita el Poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, muchos siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más que para que él se dé el gusto de existir.
Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo, deshaciendo... Hoy ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...
Así, pues, yo encuentro que el catalanismo y el bizcaitarrismo es precisamente lo que menos suele advertirse de ellos, a saber: lo que tienen de común, por una parte, con el largo proceso de secular desintegración que ha segado los dominios de España; por otra parte, con el particularismo latente o variamente modulado que existe hoy en el resto del país.
Lo demás, la afirmación de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, la crítica de la política central, me parece que, o no tiene importancia, o si la tienen, podría a provecharse en sentido favorable.
Pero esta interpretación del secesionismo vasco-catalán como mero caso específico de un particularismo más general existente en toda España queda mejor probada si nos fijamos en otro fenómeno agudísimo característico de la hora presente y que nada tiene que ver con provincias, regiones ni razas: el particularismo de las clases sociales.»