Opinión

La (in)suficiente diplomacia española: un programa elemental de política exterior

Al doblar el siglo, escribí “Una política exterior de prestigio”, describiendo un panorama moderadamente triunfal y desde luego factible a la búsqueda de un pasado esplendor, lo que redoblaba y suavizaba desde la prudencia poco después, en “España y el interés nacional”. Nuestra eseidad, nuestros compromisos y responsabilidades históricas y nuestras expectativas, volvían a encuadrarse en la vieja Europa a la que habíamos accedido tres lustros antes, en los cánones clásicos, sobre los principios occidentales, todo ello nucleado por el valor-guía del humanismo.
Sin embargo, con el decurso del tiempo no parece que la res publica se esté manejando todo lo bien que correspondiera, al menos a niveles suficientemente sostenidos, con el inocultable agravante de una polivalente heterodoxia semi campando por sus respetos. En un país como el nuestro, caracterizable en cierta medida por un confusionismo creciente, ya galopante en cuanto a la pérdida de determinados valores, así como por un casi correlativo menguante peso atómico en el olimpo de las naciones, con España perdiendo posiciones progresiva, casi insensiblemente, tal vez resulte pertinente alguna que otra sugerencia asumible, que aquí se limitará al campo internacional.

Parece seguir resultando invocable mi antigua tesis de que a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España, a veces, da la impresión de tener más dificultades que otros países similares no ya para gestionar sino hasta para definir e incluso para identificar cumplidamente el interés nacional.
En estos momentos, con el peso internacional de España ciertamente desdibujado por no decir un tanto desubicado, el iter parece claro. Hay que ir ya, resueltamente y sin mayor dilación al refuerzo de la diplomacia económica, variable fundamental en cuanto política exterior de subsistencia a la que técnicamente estamos abocados, y que empieza por el cumplimiento cabal de las reglas de la UE. En las navidades del 61, Castiella encargó a su jefe de gabinete Oreja, “como trabajo de vacaciones”, un borrador de carta solicitando la apertura de negociaciones con la CEE, en un momento en que el Reino Unido había pedido la integración, lo que obviamente perjudicaba a España. La carta, con fecha de 9 de febrero de 1962, estaba perfectamente equilibrada Pero a pesar de la pertinencia formal de la solicitud, pasó directamente al archivo y ni siquiera fue contestada. Empezaba así un largo, complejo, incómodo e inevitable camino hacia Europa cuyo principio no pudo ser más desalentador. En la misiva no faltaba de nada, ahí incluido algún párrafo de redacción poco feliz al no asegurar con rotundidad un pronóstico positivo y formularse en términos inapropiadamente dubitativos, “la vinculación de España, lejos de constituir un obstáculo, sea más bien un estímulo para el desarrollo económico del país”. Seguro que sí, nada de “más bien”, he criticado yo. Pues miren por donde, la en principio achacable carencia de rotundidad, resultó premonitoria y la tónica general hispánica ha sido en más de un período y de dos y de varios, de falta suficiente de disciplina financiera, lo que ha causado que se nos llamara en público y en privado al orden. Diríase inexcusable conseguir ya la debida ejecución de las normas de la UE, lo que pasa por la prudencia y el realismo, por la ortodoxia en definitiva, conceptos, cierto, de más fácil enunciación que de llevar a cabo.
Junto al asentamiento financiero, el crucial capítulo económico incluye el comercio exterior, clave sin la menor discusión aunque eso sí, con la ineludible referencia a la ortodoxia en la venta de armas. Aquí se precisa el despegue de la Marca España, vieja ya de casi dos décadas, y de su implantación, a través del factor básico de la internacionalización de nuestras empresas con su bien probada competitividad, en los neotéricos escenarios orientales, asiáticos y europeos, más los tradicionales africanos, y hasta los más recónditos lugares. Hasta donde se encuentran españoles por doquier, a escala planetaria, lo que demanda reforzar la política consular, sin necesidad de aditamentos terminológicos que me llevaron a escribir, con inevitable sarcasmo, cuando se comenzó en plan casi populista a poner junto a Consulares “y protección de los españoles en el extranjero” o enunciados similares, pues claro, para eso existen hasta por definición las oficinas consulares, nuestros tantas veces sufridos y sufridas cónsules, auxiliados por una amplia red de consulados honorarios, y no para propinar patadas en las espinillas a los compatriotas necesitados.
Siempre en el cardinal e inabarcable capÍtulo de los derechos humanos, surgen la cooperación al desarrollo y la emigración, en los que hay que recuperar aquellas concepciones atingentes a la filosofía moral que se proyectan desde la vertiente europea en las cláusulas democráticas de los convenios suscritos por la UE. Apoyada en una ética supranacional en incremento, España tiene en estos dos fenómenos conjuntos, que marcan el nivel del principio de solidaridad, la posibilidad –y la necesidad- de sacar adelante una política exterior comprometida, no fácil y por ende de prestigio, arropada por una creciente sensibilidad de la opinión pública en asuntos exteriores. Aquí, en la cooperación internacional, no habrá necesidad de puntualizar que la clave son los fondos, en incremento sostenido, que permitan a España hacerla digna y eficazmente. Se de lo que hablo porque he sido el primer director de cooperación con Africa, Asia y Oceanía, cuando a mediados de los 80 pasábamos de receptores a donantes y conozco de primera mano en qué condiciones financieras abrimos horizontes, incluso con el Este, empezando por Moscú.
La entidad internacional de España, que hay que rentabilizar, es amplia y varia, con muy importantes aunque disímiles componentes, desde la formidable vertiente cultural, con la proyección de los valores occidentales, en la estela histórica de España cofundadora del derecho internacional con la introducción de su vector primario, el humanismo en el derecho de gentes; con la fuerza singular del idioma, el segundo mundial (aunque se impondría reconocer que en la práctica el primero es el único); en el grupo de cabeza de la UE, a cuyo título hay que hacer honor con el instrumento potenciado de la diplomacia económica; integrada en los perfeccionables para nuestros intereses, que no quiere decir ampliables, esquemas defensivos atlantistas Aunque sí corregibles. Ceuta y Melilla tienen que quedar, inequívocamente, sin necesidad de interpretaciones, no vinculantes, de “las intervenciones fuera de zona”, en el tratado de la OTAN, fleco pendiente de una negociación en la que el presidente de turno al parecer sostuvo que para nosotros era mejor en aquellos momentos entrar en la Alianza Atlántica que en la ya Unión Europea. Aunque se antoja casi imposible que Marruecos termine acudiendo a la vía militar, a la llamada a las armas, no irían por ahí los tiros, con el permiso de nuestros especialistas y estrategas, las cosas, los negocios internacionales, hay que hacerlos como corresponde, punto que no parece requerir ulterior argumentación.
Como tampoco la demanda Iberoamérica, el otro eje ontológico junto con el europeo, de España, donde se impone más que imperiosamente, impulsar, terminar de concretar, desde sus sobresalientes coordenadas comunes, un efectivo lobby iberoamericano, con las altas expectativas que conllevaría en la diplomacia multilateral. Esa es la gran tarea iberoamericana siempre pendiente.
Respecto de la Leyenda Negra, coyunturalmente lanzada a la palestra que no es precisamente el campo del honor, no hay que ser un Metternich para concluir en la inconveniencia de las discusiones históricas en política exterior. Y ello es tan evidente que podría significar una ley si no matemática desde luego que sí diplomática. La técnica a instrumentar parece clara: España no entra, por no proceder, en valoraciones que corresponden a siglos pasados. Ya es tiempo de que Madrid instaure esa praxis y la eleve a doctrina internacional. España no sólo ha sido potencia mundial; fue la primera, la más antigua a escala planetaria, con todo lo que eso conlleva, incluido el ser la única colonizadora que se distinguió por la impulsión y la consecución del mestizaje, el supremo título comparativo.
Y los contenciosos diplomáticos, mi dedicación de larga data, en los que parece casi preceptivo recordar que los tres grandes están íntimamente entrelazados, en una especie de madeja sin cuenda, donde al tirar del hilo de uno aparecen automáticamente los otros dos, cuyo correcto tratamiento exige una oficina coordinadora como vengo reclamando hace tempo, que sólo con Moratinos estuvo cerca de hacerse realidad.
Por su parte, la técnica diplomática permite entrever en ellos que España juega normalmente con la piezas negras, con una táctica defensiva de respuesta ante la acción exterior, dejando a veces que los temas se deterioren hasta extremos de difícil reconducción, en lugar de tomar la iniciativa con la blancas. Mientras que la filosofía diplomática quizá faculte para mantener que hasta que España no ya resuelva, no desbloquee o encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de contenciosos, no conseguirá normalizar de manera cumplida su situación internacional en el concierto de las naciones. Filosofía y técnica diplomática parecen erigirse así en una diarquía insoslayable para el quehacer exterior del país.
¿Y Gibraltar? Pues qué quieren que les diga en esta síntesis de urgencia. Yo me he ofrecido repetidamente a colaborar con la oficina de Gibraltar, aquella que se amplió en el 2002 y al parecer algunos ilusos y/o aficionados creyeron que la solución era para “antes del verano”. Algo así como aquel otro que iba a poner la bandera en el Peñón en cuatro meses. No perdemos la esperanza y más tras el Brexit, que si bien no deja a los llanitos in the lurch, como yo mismo hiperbolicé, sí pone al Peñón en perspectivas más abordables desde la realpolitik en el horizonte contemplable.
En el otro lado del Estrecho y dada la hipostenia en incremento de la posición y el animus españoles, el recordatorio de que desde el Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla, 1989, que es libro de referencia, vengo casi en profesional solitario, recogiendo desde el plano académico, hasta una veintena de potenciales salidas partiendo, claro está, de su españolidad.

En el Sáhara, donde a sus tipificaciones consustanciales, hoy se suma la deriva canaria en las aguas territoriales, sólo reiterar por si hubiera suerte, que no creo, y más ahora cuando Naciones Unidas no encuentra tiempo para nombrar mediador, “la carta de los 43”. Cuarenta y tres conocedores del tema (cifra simbólica, los años transcurridos desde el inicio del conflicto, y por supuesto ampliable) de la diplomacia, la universidad, la milicia….han pedido al gobierno, que se me asigne a fin de cooperar con el mediador de Naciones Unidas, cuya larga lista desafortunada ya digo que en el presente ni siquiera cuenta con representante, y para que España tenga una obligada mayor presencia y visibilidad internacional. Es sabido que soy el primer y único diplomático que se ocupó in situ de los españoles que allí quedaron, a los que censé, en lo que quizá fue una de las mayores operaciones de protección de compatriotas del siglo XX.
En mejor ocasión traeremos a colación la “Política de Estado” que se sigue en nuestro país, inercial a todas luces, y que intenta soslayar la incontornable dialéctica principios e intereses, mezclando, por no decir que confundiendo, la política de estado con la realpolitik, y obviando la indeclinable responsabilidad histórica, diríase que con la mayor tranquilidad política y de conciencia.
No podía faltar en este memorial básico de urgencia, por ser ilícito internacional, que ya en 1977 yo ponía en Rabat sobre papel oficial, la urgente necesidad de que se reunieran los ministros de Interior de España y Marruecos ante el tráfico que despuntaba del hachís, el tráfico de drogas que tanto golpea a Occidente. La devastadora adicción, que es el calificativo exactamente aplicable, cuya ruta sudamericana hacia España y Europa, seguí no hace mucho desde Bissau, y ante la que contamos con los servicios policiales más numerosos por habitante en Europa, con la excepción simbólica de Chipre

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