No sé dónde ustedes vivan, pero en el Puerto de santa María llaman así a los terrenos que heredan varios hijos y que con el tiempo se convierten en zonas residenciales.
Los hijos nos petan, no me digan que no. Hasta después de que estemos muertos. Hay gente a la que no, afortunados ellos, porque la mayoría somos padres o madres, hasta que nos lleva el destino fatal o nos deshereda la vida.
El otro día leí que el hombre que más sangre ha donado en el mundo murió en un geriátrico solo, así que la bondad natural o el buen hacer no se premian con estar rodeado- y cuidado por tus seres queridos- sino con una asistencia que seguramente se pagó él mismo.
La vida es vericueto de salida inalcanzable como que no se orinen en cualquier parte después de haber bebido como cosacos en la bonita gaditanería con el sesgo importante de estamos en Carnavales.
Ni San Francisco, ni la Viña, ni la Caleta, ni la puñetera plata quieta merecen tal vergonzante líquido apestoso que lo inunda todo. No entiendo la parafernalia del mamoneo que es beber como si de leche materna se tratara sin colmo, ni finalidad, quizás porque soy abstemia confesa. Pero si quieren hacemos una comparativa con la comida de la que sí soy devota. Pensándolo bien no me pongo nunca en el punto de matarme a comer, ni me quedo desmayada en cualquier parte sin saber ni dónde estoy, ni con quién. Tampoco he terminado en Urgencias después de un buen banquete. Como mucho con algo de indigestión.
Los excesos se pagan y esta juventud de las edades de mis hijos menores creen que acabar la semana es sinónimo de cogerla mortal sin motivo alguno.
Tristemente verán consultas de adicciones mucho antes de los que ellos piensan. Las hijuelas de las que les hablaba al principio se llaman así porque son pequeñas y varias.
Los hijos también, aunque en algunos casos de Internet nos parezcan copias unos de otros y los padres seres extraños que comercial con ellos. Aunque de qué me voy a extrañar si en los tiempos que estamos la única rara soy yo que pago lo que me dicen que debo y me creo lo que me cuentan alguien que se supone que sabe de lo que habla porque es un profesional .
No voy por la vida pegando puñaladas, ni orinándome donde la vejiga se me dilate, pero tampoco gusto de mentir, ni de alabar falsamente. Será porque no soy hijuela de nadie, sí mis hijos que juraría que ya peleaban entre ellos dentro del útero. La teoría de María Simarro sobre los hijos predica que el alfarero puede querer crear una obra maestra, pero que el barro una vez cocido cobra vida propia y hace lo que le da la gana. No sé qué pensaran ustedes. Juraría que alguien alto y con barba blanca -que no es el abuelito de Heidi- estaría de acuerdo.
El otro día me enteré que hoy día querer saber dónde está tu pareja y no ver bien que vaya a la discoteca de fiesta con sus amigos es de ser persona toxica. Amparito Butrón, por dios, ponme en contexto porque estoy totalmente desfasada. Después se quejan de cuernos, infidelidades y pamplinas. No sé qué santo decía que ante la tentación era mejor huir, pero debe estar tan descatalogado como yo.
Los hijos nos hacen crecer canas, no por nuestra edad, sino por su testarudez, su inmadurez y su prepotencia. Quieren saberlo todo sin salir del huevo y esta nueva civilización plagiada y anónima, donde todo el mundo cree tener derecho a todo menos a recordar de dónde venimos y a costa de qué, es lo más superficial, lo más idiota y lo más falto de valores que existe. Si no tenemos memoria, si no apoyamos a los débiles, si no aprendemos de nuestros mayores, caeremos como tantos antes lo han hecho y nos convertiremos en polvo de la Historia pegado a las papilas gustativas de la nada más absoluta.